De la explosiva mezcla entre
vikingos y eslavos surgió el pueblo ruso. Los eslavos ocupaban las
tierras esteparias y los bosques de Europa Central y Oriental,
extendiéndose desde el mar Báltico hasta el mar Negro. Un pueblo de
pacíficos campesinos sedentarios, divididos en numerosos linajes y
clanes que se organizaban en principados y confederaciones sin llegar
a constituir un estado unitario. Hacia el siglo VIII los
escandinavos, principalmente suecos, comenzaron a visitar estas
tierras. Aventureros, buenos navegantes y terribles guerreros, los
vikingos terminaron por dominar a los pueblos eslavos establecidos en
la amplia llanura del Dnieper.
Los rus, nombre que le dieron
los eslavos a estos vikingos, establecieron enclaves comerciales
permanentes en las inmediaciones del lago Ladoga y en los estuarios
de los ríos que vertían sus aguas en el Báltico. Durante los meses
más fríos del año se refugiaban en estas colonias y con la llegada
de la primavera remontaban los ríos y penetraban tierra adentro.
Estas expediciones iban parando de aldea en aldea para cobrar
tributos a cambio de proteger a sus pobladores. Los varegos
dinamizaron el comercio y las ciudades florecieron en torno al gran
eje mercantil que unía Constantinopla con el mar Bático.
Desde el lago Ladoga partían
dos rutas fluviales hacia la gran Rusia. Algunos comerciantes
navegaban hacia el este a lo largo del Volga. En las ciudades
comerciales que jalonaban el camino, como Bulgar o Itil, podían
intercambiar pieles y esclavos por plata árabe. Avanzando más hacia
el sur era posible cruzar el Caspio y llegar a Bagdad. Otros
mercaderes descendían por el Dnieper hacia el sur, y a través del
mar Negro alcanzaban Bizancio. Los barcos vikingos usaban velas y en
ocasiones también remos para navegar. A veces era necesario echar
pie a tierra y cargar los livianos barcos sobre los hombros para
salvar obstáculos. Para protegerse navegaban formando pequeñas
flotillas.
Cuenta la tradición que los
eslavos, hartos de luchas intestinas y de interminables conflictos
con los fineses, pidieron a los jefes varegos que los gobernaran, de
esta manera, Riurik creó un reino alrededor de la ciudad de Novgorod.
Un sucesor de Riurik, Oleg, amplió su esfera de influencia, se
apoderó de Kiev, eliminó a los jefes locales y estableció una
suerte de principado.
En palabras de John Haywood “Oleg se trasladó
de Novgorod a Kiev y lo convirtió en la capital del Estado rus. Los
rusos han visto tradicionalmente la fundación del Estado rus de Kiev
como el punto inicial del moderno Estado ruso”. Los siguientes
soberanos, Ígor, Olga, Sviatoslav I, Vladimir I y Yaroslav el Sabio,
consolidaron el principado. Con el paso del tiempo la fusión entre
ambos mundos fue total, pero aún quedaba un último elemento para
amalgamar al futuro pueblo ruso; la religión ortodoxa.
Constantinopla era una golosina
demasiado apetecible para obviarla, y los sucesivos señores de las
llanuras mostraron interés por ella. Igor y Sviatoslav intentaron en
vano conquistarla por las armas pero sería la inteligencia y la
diplomacia las que lograrían el triunfo. En la segunda mitad del
siglo X, Vladimir, que mantenía excelentes relaciones con el
emperador Basilio II, se casó con una de sus hermanas y se convirtió
al cristianismo. Junto al príncipe se bautizaron varios miles de
soldados en Kiev, en las aguas del Dnieper. El hijo de Vladimir,
Yaroslav, que ha pasado a la historia como el Sabio, consiguió
afirmar la identidad rusa, llevando a cabo una política totalmente
independiente de los emperadores bizantinos y configurando una
iglesia nacional.
Durante el reinado de Yaroslav
Rusia se convirtió en un país próspero, donde artesanía y
comercio experimentaron un desarrollo espectacular, se pusieron por
escrito las antiguas costumbres locales y se codificó la legislación
rusa, una combinación de leyes bizantinas y derecho consuetudinario
eslavo. Tras el deceso de Yaroslav las tierras rusas se disgregaron
en varios principados, y aunque esta es otra historia, los rusos
habían adoptado el cristianismo y el concepto de poder bizantinos,
un hecho que iba a permitir a Moscú, varios siglos más tarde,
reclamar para sí el título honorífico de Tercera Roma.
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