DEFINIÓ UN PREHISTORIADOR al sepulcro como el "primogénito de la cultura" y es que si hay algo que nos caracteriza a los humanos es que los cadáveres nunca pueden dejarnos indiferentes. Muchos mamíferos, como los perros, los elefantes o los delfines sufren el duelo por la muerte de sus parejas, de su compañeros de grupo o de sus amos, pero lo que nos diferencia de ellos es que nosotros damos además algún tratamiento al cadáver, y si no lo hacemos esto es interpretado como un severo castigo o una impiedad. Puede bastar con colocar al muerto sobre un lecho de ocre, o acompañarlo de flores dentro de su sepultura, pero muchas veces se le colocaron adornos y objetos que habían sido de su uso personal, o incluso armas que sirvieron para marcar su estatus social, y también vasijas con alimentos y bebidas. Y es que a lo largo de la historia los humanos nos hemos resistido a creer que no haya nada después de la muerte y que las personas simplemente desaparezcan.
UN CADÁVER NO ES MÁS QUE un despojo al que la naturaleza destina a la descomposición, pero una persona es algo más que su cadáver, y por eso se ha tendido a conservar su recuerdo con su nombre escrito sobre su tumba, con su retrato, o incluso con la conservación de partes de su cuerpo. Diez mil años antes de nuestra era en la ciudad de Jericó, excavada por los arqueólogos, sus habitantes descarnaban los cuerpos de sus familiares y cubrían su cráneo con arcilla, incrustándole dos conchas a modo de ojos, y esos cráneos se conservaban dentro de cada casa como imágenes de los antepasados. Lo mismo hicieron los romanos, pero con las imágenes de sus antepasados elaboradas a partir de sus mascarillas fúnebres, exhibidas en una fiesta cada año.
EL TRATAMIENTO DE LOS CADÁVERES, ya sea enterrándolos, incinerándolos o de otros modos es parte esencial de la identidad cultural. El historiador griego Heródoto lo ilustró con la siguiente anécdota. El rey de Persia llamó a unos griegos y a unos habitantes de un pueblo de la India. Preguntó a los primeros qué les parecería comerse a su padres tras su muerte y contestaron diciéndole que eso era un sacrilegio, porque a los difuntos se los entierra o se los incinera. Pasó luego a preguntar a los hindúes qué les parecería quemar o enterrar a sus padres y le contestaron que eso sería una falta de piedad porque deben ser comidos en un banquete fúnebre. Partiendo de esta anécdota el historiador llegó a la conclusión de que las normas culturales pueden ser no solo variables, sino llegar a la arbitrariedad, aunque no obstante él tenía muy claro que a los cadáveres no se los puede abandonar a que se los coman las bestias ni mutilarlos tras una batalla; ni siquiera dejar a los náufragos vagando por el mar, porque se merecen un eterno descanso.
NUESTROS CADÁVERES SOMOS nosotros mismos y por eso ya desde la antigüedad los muertos no solo recibieron diferentes tratamientos que mostraban el respeto que se les debe, sino que partes de sus cuerpo eran guardadas como tesoros, como reliquias que sirvieron de símbolo de las identidades políticas, locales y religiosas. Y si esas reliquias eran de héroes de la mitología su prestigio era aún mayor. Durante la Guerra del Peloponeso, que enfrentó a casi toda Grecia en el siglo V entre dos bandos, encabezados por Atenas y Esparta, estas dos ciudades se disputaron la isla de Esciro por su valor estratégico. Para demostrar que pertenecía a Atenas los atenienses hicieron una consulta a un oráculo preguntando si una enorme tibia que habían encontrado en la isla era de Teseo, su héroe nacional. El oráculo respondió que sí, con lo que la propiedad de la isla quedó legitimada. Y es que los griegos antiguos coleccionaron restos paleontológicos porque pensaron que eran huesos de los antiguos héroes, cuyo tamaño habría sido gigantesco. En los relieves votivos dedicados a su culto, por ejemplo, se puede ver como los oferentes llegan sólo a la rodilla de la imagen del héroe o el dios correspondientes.
ES HOY SABIDO QUE EL CULTO a las reliquias no es una invención del cristianismo, sino que ya existía entre griegos y romanos. Y ese culto no fue una artera invención de las autoridades eclesiásticas, sino que nació casi siempre de una iniciativa popular. En el cristianismo se da la paradoja de que los cuerpos más preciados, Jesús y María, no pueden dejar reliquias, porque la tradición dice que subieron íntegros al cielo. Por eso se inventaron reliquias de sus fluidos corporales: leche de la Virgen, sangre de Jesús, o incluso su sudor o aliento. Pero al no ser verosímiles no podían ser importantes y las reliquias protagonistas de nuestras historias serán las de los santos y los mártires, extraídas de sus tumbas, intercambiadas, e incluso a veces robadas.
CUANDO SE DESCUBRÍA UNA reliquia, tras la aparición de signos milagrosos: luz sobre una tumba, olor a perfume..., y aparecía un cuerpo más o menos bien conservado, se iniciaba un procedimiento jurídico de investigación de su validez histórica, buscando textos, inscripciones o restos que la avalasen. Primero les correspondió hacer la investigación a los obispos, que frenaron la proliferación de hallazgos y milagros, pero tras el siglo XII el Papado se reservó el procedimiento, debido a que de una reliquia dimanaban no solo el prestigio religioso y político, sino muchos beneficios económicos a través de las peregrinaciones. Y abades, obispos y ciudades estaban dispuestos a descubrirlas e inventarlas por doquier. La Iglesia intentó racionalizar el proceso y cabe recordar que todas las técnicas de datación y autentificación de los documentos históricos nacieron en Europa para separar el grano de la paja en el piélago de decenas de miles de reliquias supuestas y de santos muchas veces inventados.
HAY MUCHAS RAZONES CIENTÍFICAS que pueden explicar la extraordinaria conservación de algunos cadáveres y los aromas de las tumbas se pueden explicar a veces por la presencia en ellas de plantas aromáticas. Por eso se pensó que el cadáver incorrupto podría presentar un problema, y es que además de ser de un santo podía ser obra del demonio, o bien incluso un vampiro en el mundo en el que se creía en los muertos vivientes, el mundo del cristianismo ortodoxo. En él los concilios, como el de Moscú de 1677, prohibieron reconocer a un santo solo por ese criterio. A las momias descubiertas casi intactas se les llama en ruso mochti, y su posesión otorgaba prestigio religioso, poder e influencia, hasta que tras 1919 los revolucionarios rusos ordenaron abrir todas las tumbas para demostrar que la incorruptibilidad era una superchería. Pero como todos somos parte y a veces marionetas de nuestros valores culturales, los mochti se tomaron la revancha.
Y ES QUE MUERTO LENIN SE DECIDIÓ CONSERVAR SU cadáver como icono de la Revolución y signo de la identidad del nuevo estado. Se llamó a especialistas alemanes para que lo momificasen, pero el cadáver se comenzó a descomponer por haber sido erróneamente tratado. Como el cuerpo estaba vestido y maquillado fue difícil separarlo de sus vestidos, fue necesario reconstruir la cabeza y la barba, coser rozos y rellenar con cera para tapar las suturas. Se sustituyeron las manos por otras de cera. No se sabe qué quedó de él, pero se instalaron frigoríficos en torno a la cámara y fuera de la vista de los peregrinos visitantes, para lograr su conservación. El sarcófago, herméticamente cerrado, se conservó a temperatura constante, y si había problemas la tumba se cerraba dos o tres semanas y el cuerpo volvía a ser examinado por uno o varios forenses. Cada año fue visitado por millones de peregrinos, y caída la URSS un empresario de Las Vegas intentó comprarlo para exhibirlo como muestra de la victoria final del capitalismo. No lo consiguió, porque en el caso de Lenin, como en el de las reliquias de los santos, lo que se reverenciaba no era su cuerpo incorruptible, sino el incorruptible Lenin en el sentido físico y milagroso de la palabra: Lenin el santo laico. Un hombre que se había convertido en símbolo de un ideal político y de la esperanza de una nueva sociedad y que representaba la identidad nacional de Rusia, tal y como los santos habían venido haciendo desde hacía siglos en la historia.
José Carlos Bermejo catedrático de Historia Antigua en la USC.