No había hombre que pudiera con ella, ni en el arado ni en la espada.
En el silencio del huerto, al mediodía, escuchaba voces. Le hablaban los ángeles y los santos, san Miguel, santa Margarita, santa Catalina, y también la voz más alta del Cielo:
—No hay nadie en el mundo que pueda liberar el reino de Francia. Sólo tú.
Y ella lo repetía, en todas partes, siempre citando la fuente:
—Me lo dijo Dios.
Y así, esta campesina analfabeta, nacida para cosechar hijos, encabezó un gran ejército, que a su paso crecía.
La doncella guerrera, virgen por mandato divino o por pánico masculino, avanzaba de batalla en batalla.
Lanza en mano, cargando a caballo contra los soldados ingleses, fue invencible. Hasta que fue vencida.
Los ingleses la hicieron prisionera y decidieron que los franceses se hicieran cargo de esa loca.
Por Francia y su rey se había batido, en nombre de Dios, y los funcionarios del rey de Francia y los funcionarios de Dios la mandaron a la hoguera.
Ella, rapada, encadenada, no tuvo abogado. Los jueces, el fiscal, los expertos de la Inquisición, los obispos, los priores, los canónigos, los notarios y los testigos coincidieron con la docta Universidad de la Sorbona, que dictaminó que la acusada era cismática, apóstata, mentirosa, adivinadora, sospechosa de herejía, errante en la fe y blasfemadora de Dios y de los santos.
Tenía diecinueve años cuando fue atada a una estaca en la plaza del mercado de Rouan, y el verdugo encendió la leña.
Después, su patria y su Iglesia, que la habían asado, cambiaron de opinión. Ahora, Juana de Arco es heroína y santa, símbolo de Francia y emblema de la Cristiandad.