El progresivo enriquecimiento
de la burguesía (tanto en Europa como en América), gracias a sus
lucrativas actividades comerciales e industriales, y a estar apartada
de los asuntos políticos del país (cuyo monopolio correspondía a
las grandes familias de la aristocracia), forjaron los condicionantes
propicios para el inicio de un proceso revolucionario que, en poco
más de cincuenta años, sustituyeron las anquilosas monarquías
absolutas por nuevos sistemas parlamentarios.
La burguesía revolucionaria se
sirvió de los principios políticos de la Ilustración (Soberanía
Nacional, División de Poderes. . . ) para justificar y legitimar la
transformación. A lo largo de todo este complejo proceso, las clases
populares desempeñaron un papel secundario: expuestas siempre a las
continuas crisis de subsistencia características de todo el Antiguo
Régimen, fueron una excelente arma de la burguesía en su lucha
contra las viejas clases privilegiadas y su violenta resistencia a
los cambios.
Si bien la primera
manifestación del final del Antiguo Régimen se produce en
Inglaterra con la Revolución Gloriosa de 1688, el acontecimiento que
marca verdaderamente el inicio de las revoluciones burguesas es la
independencia de las Trece Colonias británicas de América del
Norte.
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