El
enorme y poderoso bóvido arremete contra la montura y el jinete. Su
fuerte testuz no puede detener el hachazo mortífero de Dragosh.
Mircea Eliade me contó esta historia y Rumanía – en la plaza
mayor de Campulung Moldovenesc – me la mostró. Aunque ya no quedan
uros en Europa. Tampoco vovivodas.
El
uro primigenio. El animal totémico. Desde los ignotos confines
occidentales hasta la montañosa Moldavia. Dragosh Voda, a través de
bosques impenetrables persiguió al uro, lo alcanzó en Campulung –
Campo Largo – y le dio muerte. Aquí fundó el principado de
Moldavia. Un sacrificio para una fundación, un viejo axioma atávico.
Los magiares siguieron al mítico Turul, y los futuros moldavos a un
uro.
Las
leyendas alimentan el alma de un pueblo, que se identifica con ellas.
Se aferran a estas historias en los momentos más complicados, cuando
la propia supervivencia (y la identidad misma) está en juego. Cuando
la idea de comunidad está a punto de perecer buscamos los orígenes,
aquello que nos unifica, y recordamos memorables hazañas que
sucedieron en un momento atemporal. Asismismo, identificándonos con
un símbolo nos desligamos del molesto vecino. El uro diferencia a
moldavos de valacos y transilvanos (y también de los húngaros),
tres pequeños estados condenados de entenderse en un época en que
aún pastaban uros en el continente.
Las
crónicas escritas, imaginadas y redactadas muy a posteriori dicen
que Dragosh llegó de Maramures siguiendo a un uro (tal vez un
bisonte), atravesó montes y bosques carpáticos, hasta que le dio
alcance. Desmontó de su caballo a orillas del río Moldava, y este
hecho, fechado en el año 1359, marcó la fundación del principado
de Moldavia.
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