Allí donde acaba el mundo de las
ciudades, en los límites de la región templada, comienza la
profunda taiga o bosque boreal. El lejano septentrión, tierras
ajenas y extrañas para el mundo mediterráneo, se extiende la
silenciosa taiga, enormes bosques de coníferas (pinos, abetos,
cedros), árboles cuyas hojas tienen forma de aguja y desarrollan
una gruesa cubierta que se adapta a las escasas precipitaciones.
También evita la pérdida excesiva de agua, escasa precisamente por
las pocas lluvias (concentradas en época estival) y las heladas
invernales. La forma cónica de las copas de los árboles permite que
la nieve resbale por ellas. Raíces largas y poco profundas para
aprovechar mejor los nutrientes de las hojas y restos vegetales que
caen al suelo (muy delgado y pobre). Estos árboles crecen apiñados
entre sí para protegerse de las fuertes ventiscas. Una masa vegetal
de aspecto gris, monótono y sombrío.
Las temperaturas extremas de un
riguroso clima continental, con un verano corto y cálido, y un
invierno muy largo y extremadamente frío, condicionan el medio
físico y las formas de vida.
Suelos pobres, ásperos, casi sin
vida. El deshielo primaveral pudre las plantas y enriquece el suelo.
Las bajas temperaturas inhiben la acción bacteriana de los hongos,
por lo que la descomposición es muy lenta. Por otra parte se trata
de suelos muy ácidos para que puedan vivir las lombrices, por lo que
el humos no se mezcla bien con la materia mineral. Resultado: suelos
muy pobres, tipo “podzol”.
La vida es muy dura para los
animales que habitan la taiga, como el oso pardo, el lobo, el zorro,
la marta, el glotón, el visón, el alce y el ciervo, así como los
ganados de renos semidomésticos. En invierno las aves emigran a
latitudes más cálidas. Muchos de estos animales tienen la capacidad
de cambiar de color su piel en función de la estación, como es el
caso del armiño. En verano, con las temperaturas cálidas y los días
de 24 horas, proliferan los insectos voladores, especialmente los
molestos mosquitos.
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