En el límite entre las localidades riojanas de Grañón y Santo Domingo de la Calzada se alza la cruz de los Valientes, que recuerda las disputas medievales entre ambos pueblos por la propiedad de una dehesa. Afortunadamente aquellas rencillas están olvidadas y el crucifijo es un hermoso símbolo de la hermandad entre los dos municipios. Al parecer durante la Edad Media estas disputas entre pueblos vecinos eran bastante habituales.
La leyenda y la tradición oral rodean a lo que aconteció alrededor del lugar donde hoy se eleva la Cruz de los Valientes. Todo comenzó hace mucho tiempo, cuando los vecinos de Grañón veían con gran desagrado, como los habitantes de Santo Domingo de la Calzada utilizaban un encinar que consideraban de su propiedad. Los calceatenses esgrimían que esas tierras les correspondían por derecho propio. No había manera de ponerse de acuerdo, la tensión iba aumentando y las ganas de gresca se apoderaban de vecinos de uno y otro lado, por lo que eran frecuentes enfrentamientos violentos. La amenaza de un enfrentamiento armada estaba en el aire. Las cabezas más cabales de ambos pueblos intentaron rebajar la tensión y encontrar una solución al conflicto, un combate cuerpo a cuerpo, entre un representante de cada pueblo.
Demos la palabra ahora a Javier Pérez Escohotado, experto en leyendas y refrantes riojanos. En su obra Chascarrillos, dichos y decires en el habla de La Rioja cuenta lo que sigue:
«La pelea debía celebrarse en terreno intermedio. No era una pelea a muerte. Se trataba simplemente, mezclando habilidad y fuerza, de sacar al contrincante de un amplio círculo. No podían usar armas de ninguna clase y nada se dijo de la indumentaria que deberían llevar, dato inesperado que decidiría la batalla.
Sto. Domingo designó a un hombre que –como la mayoría de los que pierden– no tenía nombre. Durante el mes anterior a la pelea, fue alimentado a base de finas carnes, buenos vinos y como a hombre que puede perder la vida concedieron libertad para usar lo que en la ciudad hubiera, tanto público como privado. En este mes, más de una virgen, y otras que no lo eran tanto, regalaron al luchador sus propias carnes. La aparente molicie del de Sto. Domingo estaba basada sobre una estratagema que debiera dar la victoria a este pueblo: el luchador iría a la pelea desnudo y cubierto de aceite, como un atleta griego. La superioridad cultural de Sto. Domingo era manifiesta. Martín García, durante el mismo mes, siguió su dieta habitual de cocidos fuertes –habas sobre todo, según mis notas– y carne, sin olvidar su trabajo en la tierra, que diariamente atendía.
El día de la pelea, de madrugada, aparecieron en un lugar entre Sto. Domingo y Grañón, las autoridades civiles de los dos pueblos y una nutrida representación de los vecinos. El de Sto. Domingo apareció, como estaba previsto, embadurnado de aceite y desnudo. Martín García, en la simplicidad de su fortaleza desnuda. A un común gesto de los dos alguaciles, la pelea comenzó; el aceite se mezcló; la fortaleza de Martín no podía con las travesuras y esquivos del de Sto. Domingo. Nada estaba decidido después de cuatro ininterrumpidas horas de lucha. La resistencia física estaba en sus límites humanos; sólo una gracia extraordinaria podía resolver aquella contienda que necesariamente tenía que solucionarse aquel día. Martín García, en una inspiración, mientras el de Sto. Domingo lo empujaba hacia el límite del círculo, se revolvió y metiendo con fuerza su dedo corazón en el culo del otro luchador, sacando fortaleza de su gastada flaqueza, levantó en el aire al de Sto. Domingo, que pataleaba y gritaba como un cerdo y lo lanzó fuera del círculo.
Así pudo suceder si nos atenemos a las notas del párroco. Los herederos de Martín García disfrutan hoy ‘La Ballada’ y pagan a la parroquia de San Juan Bautista para que se rece por él todos los domingos. Aunque no murió en la pelea, quedó muy quebrantado y esto aceleró su muerte.
El de Sto. Domingo tuvo que sufrir el rencor, la vergüenza y el anonimato histórico. Decidió entrar de hermano lego en una orden religiosa y murió, dicen, con grandes muestras de arrepentimiento y virtud.»
El propio Escohotado argumenta que cuando los documentos de los siglos XII o XIII se han perdido, se producen pleitos que únicamente el Rey, o en su defecto, la violencia, pueden resolver.
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