El ser humano dejó
definitivamente de ser un animal el día en que se inventó la
iluminación nocturna de las ciudades. Desde lo alto del monte la
ciudad se muestra como un juego de luces, amarillas y fijas la
mayoría, azules y verdes unas pocas, rojas intermitentes, y el neón
es cosa de otro tiempo, de décadas prodigiosas que se resisten a
disiparse en el olvido. Danzan alrededor de esas luces insectos
humanos, luciérnagas inmunes y gatos trasnochadores, bohemios,
juerguistas de cualquier sexo, ludópatas, adictos al vicio, perros
callejeros y mafiosos del tres al cuarto. Videoclubs pasados de moda,
cines abandonados, obsoletas gasolineras, decadentes galerías de
arte, farmacias de guardia, tiendas 24 horas, solitarias máquinas
expendedoras, mansiones, bares, clubes, pisos modestos, oficinas y
burdeles. Todos pecan al amparo de la noche, y todos tendrán que
rendir cuenta algún día. Inexorable se cumple su condena. ¿Quién
se acuerda hoy del sereno?.
La luz eléctrica sustituye al
fuego. En torno a una, y a otro, se forma un hogar. Alrededor del
fuego nos hicimos sociables, bajo la luz de una farola nos tientan
todos los vicios. En el siglo XIX Alva Edison robó su papel a
Prometeo y se convirtió en el héroe civilizador de los tiempos
modernos. Abandonamos los ritmos vitales naturales, ya no queremos
existir como seres diurnos. Podemos trabajar de sol a sol, pero
preferimos vivir de noche.
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