El Nilo, único río
importante del mundo que corre de sur a norte, fue, durante la
Antigüedad, un misterio y casi un milagro, pues no se comprendía
que tuviese regularmente una crecida en el mes de julio, en la época
de más calor y en plena estación cálida, crecida que tiene por
origen las aguas del monzón caídas en Abisinia durante los meses de
mayo y junio. De hecho, el gran río Nilo tiene dos fuentes: el Nilo
Blanco, que nace en el lago Victoria, el mayor de África, con 68.000
kilómetros cuadrados, que se encuentra entre Uganda, Kenia y
Tanzania; y el Nilo Azul, que tiene su origen en Etiopía, uniéndose
ambas ramas en Jartum (Sudán).
En la Antigüedad fue
posible la agricultura en gran parte del valle del Nilo y en extensos
territorios del delta, exceptuando determinadas tierras pantanosas.
Así, la frase tan repetida de Heródoto de Halicarnaso (480 – 425
a.C.) en su obra titulada Historias, “El Egipto que los griegos
visitan con sus barcos es un país regalado, un don del Nilo”,
lejos de ser un tópico, es una realidad tanto histórica como
geográfica, puesto que sin las aguas del río – sin sus crecidas e
inundaciones periódicas -, no hubiesen sido posibles las tres
cosechas anuales que se recogían en un país muy extenso, con una
superficie superior al millón de kilómetros cuadrados, desérticos
en su mayor parte.
Las aguas subían con la
crecida unos siete metros e inundaban el país muchos kilómetros
orilla adentro. En los años favorables, el río crecía bastante y
las cosechas eran abundantes, pero en los años de escasa crecida, la
inundación cubría una superficie más pequeña, reduciéndose
entonces las tierras cultivables y con ello las cosechas, como
consecuencia, se producía una carestía de los alimentos y el hambre
de la población.
El valle y el delta del Nilo
ocupan un área de unos cuarenta mi kilómetros cuadrados. Sin el
agua del río, como sucede en todas las civilizaciones hidráulicas,
sería impensable la civilización egipcia, que está condicionada
por la colaboración entre el hombre y el Nilo, por el trabajo de los
hombres y mujeres egipcios, que mantenían con cuidado incesante los
canales. Por eso, desde fecha temprana, el río recibió culto,
designándosele con el nombre de Hapy. Esta divinidad, representada a
menudo con forma andrógina, con cuerpo de hombre y pechos de mujer,
con corona de plantas acuáticas y el delantal de los barqueros del
Nilo, era la portadora de la vida. Más aún, era condición
indispensable para la vida misma, su símbolo mismo, y los egipcios
lo consideraban el dios padre de todos los demás.
Las aguas del río
fecundaban los campos con el limo, apagaban la sed de las personas y
los animales, y permitían los viajes, la comunicación y el
transporte: “Quien ha bebido el agua del Nilo no se saciará con
ninguna otra”, se decía a lo largo y a lo ancho del valle del gran
río. Era la principal vía de comunicación de Egipto. El viento
dominante soplaba de norte a sur, por lo que los barcos podían
navegar con la corriente a favor de remontar un río.
Ana María Vázquez.
Antiguo Egipto.
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