Varias ciudades peleaban de uno y otro lado. Pero esta guerra
griega, la que más griegos mató, fue sobre todo la guerra de Esparta,
oligarquía de pocos orgullosos de ser pocos, contra Atenas, democracia de pocos que
simulaban ser todos.
En el año 404 antes de Cristo, Esparta demolió, con cruel
lentitud, al son de las flautas, las murallas de Atenas.
De Atenas, ¿qué quedaba? Quinientos barcos hundidos, ochenta mil muertos de peste, una incontable cantidad de guerreros destripados
y una ciudad humillada, llena de mutilados y de locos.
Y la justicia de Atenas condenó a muerte al más justo de sus
hombres. El gran maestro del Ágora, el que perseguía la verdad pensando
en voz alta mientras paseaba por la plaza pública, el que había combatido en
tres batallas de la guerra recién terminada, fue declarado culpable. Corruptor
de la juventud, sentenciaron los jueces, aunque quizá quisieron decir que era
culpable de haber amado a Atenas tomándole el pelo, criticándola mucho y
adulándola nada.
Eduardo Galeano. Espejos.
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