39 A los semnones los tienen por los más antiguos y nobles de los suevos, y la creencia en tal antigüedad queda confirmada por su religión. En una epoca fija se reúnen a través de embajadas las tribus de igual denominación y de la misma sangre en una selva consagrada por los augurios de los antepasados y por un miedo arraigado, e, inmolando oficialmente a un hombre, celebran los horribles preámbulos de su bárbaro rito. Existe otra manifestación de temor hacia el bosque sagrado: nadie entra en él a no ser atado, para demostrar su inferioridad y subordinación al poder de la divinidad; si por un azar llega a caer, no se permite levantarlo ni que se incorpore; tiene que salir revolcándose. Todas estas supersticiones se dirigen a lo mismo, afirmar que allí está el origen de la nación, allí el dios señor de todo, y que lo demás está sometido y le obedece.
La riqueza de los semnones aumenta su prestigio; habitan en cien poblados, y este potencial humano hace que se crean la cabeza de los suevos.
40 Lo exiguo de su población, por el contrario, es lo que ennoblece a los longobardos: rodeados por numerosas y potentes naciones, se mantienen incólumes combatiendo y arrostrando peligros, no por pactos de obediencia. A continuación, protegidos por ríos o selvas, están los reudignos, los aviones, los anglios, los varinos, los eudoses, los suarines y los nuitones. Nada notable hay en cada uno de éstos, excepto que rinden culto común a Nertho, es decir, a la Madre Tierra, y piensan que interviene en los asuntos humanos y que se traslada de pueblo en pueblo. En una isla del Océano hay un bosque santo y en él un carro consagrado cubierto con un velo. Sólo se permite tocarlo a un sacerdote. Éste siente la presencia de la diosa en el santuario y, con gran veneración, acompaña a aquélla, que va conducida por un tiro de vacas. Los días son alegres entonces, y festivos los lugares a los que se digna acudir y alojarse.
No emprende guerras, no toman las armas, que permanecen todas clausuradas. Sólo entonces se conoce la paz y el sosiego, y se les aprecia, hasta que el mismo sacerdote devuelve al templo a la diosa, saciada ya de su contacto con los mortales. Instantes después se lavan en un lago retirado el vehículo, el velo y, si se quiere creer, la misma divinidad. Cooperan unos esclavos, a los que engulle inmediatamente el mismo lago. De aquí el antiguo terror y la santa ignorancia respecto de aquello que sólo ven los que al punto han de morir.
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