Muerto el
desgraciado Favila (devorado por un oso), heredero del caudillo
Pelayo, los magnates asturianos alzaron como nuevo rey a Alfonso I,
un hijo de dos estirpes; la asturiana de Pelayo – Alfonso de había
casado con Ermesinda, hija del vencedor de Covadonga – y la
cántabra, pues su padre era el influyente duque Pedro de Cantabria.
Una vez
coronado, el ambicioso Alfonso comenzó la ampliación del modesto
reino astur, y para ello aprovechó las disenciones que surgieron
entre árabes y bereberes (un río revuelto en el que también supo
pescar el omeya huido Abderramán I) más preocupados en perpetuar
enquistadas rencillas tribales, que en mantener la cohesión política
de Al Andalus. Estamos ante los primeros balbuceos de la gran empresa
medieval; la Reconquista.
Alfonso
reunió a sus hombres, descendió de las montañas y lanzó rápidas
y certeras incursiones por Galicia y Portugal, desolando la Tierra de
Campos y alcanzando – según cuentan – la Rioja. Estiró sus
fronteras meridionales hasta el Duero y las orientales hasta Mondego.
Su hijo Fruela cabalgaba a su lado.
Estas
acciones armadas contribuyeron a la consolidación de una entidad
política independiente (cristiana por oposición al emirato
andalusí) de tal forma que tradicionalmente se ha considerado a este
Alfonso el auténtico fundador de la monarquía asturiana. No
obstante, las luchas enquistadas entre monarquía y nobleza (incómoda
herencia visigoda) debilitaron el reino asturiano y minimizaron los
logros de Alfonso, que fue sucedido por una serie de débiles y
efímeros monarcas. Los restos del rey Alfonso reposan en la cueva de
Covadonga.
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