Solimán I, hijo de Selim
I, se mantuvo más de cuatro décadas en el poder (1520 – 1566),
sumó a las conquistas de su padre, todo el esplendor cultural,
ayudado por su arquitecto predilecto Sinan. Modernizó el gobierno,
al tiempo que sus ejércitos se abrían paso hacia Poniente a golpe
de masa. Y aunque en Occidente nos gusta llamarle “el Magnífico”,
para los turcos es Solimán Kanuni, es decir, “el legislador”.
Perfeccionó la
estructura y la operatividad del cuerpo de jenízaroes y los
convirtió en el núcleo duro de sus ejércitos. Además consiguió
la superioridad naval en el mar Mediterráneo. Sus victoriosas
campañas parecía que no iban a tener fin, se extendió por Asia, en
1521 tomó Belgrado (una vieja aspiración) que convirtió en base de
operaciones para lanzarse sobre Hungría. En 1526 aplastó a los
húngaros en la batalla de Mohacs, ocupó Buda y sitió Viena apoyado
por los reformistas y el rey de Francia, que estaban en guerra
abierta contra el emperador Carlos V. La bella ciudad imperial se
salvó de milagro, y fue el único fracaso reseñable en el
currículum de Solimán. Como tantos otros guerreros, Solimán murió
en el año 1566 durante una campaña en tierras húngaras.
Solimán creo el cuerpo
de inválidos para atender a los jenízaros imposibilitados por
heridas o por la vejez, y su reputación llegó a ser tan grande que,
Francisco I, prisionero en Madrid tras su derrota en la batalla de
Pavía, le escribió pidiendo auxilio. La respuesta del sultán no
estuvo exenta de ingenio: “es propio de reyes y soberanos el ser
hoy ricos y poderoso y hallarse mañana en cautiverio”.
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