La Humanidad no es inocente. Muchas familias tienen las manos manchadas de su propia sangre. Traición y venganza perviven unidas por un hilo prácticamente invisible y ciertamente indestructible. El rey húngaro Colomán, paradójicamente célebre por su sana afición a la lectura, temeroso de la creciente influencia de su hermano Almos, en un alarde de impiedad, ordenó encarcelarle y cegarle. No terminó ahí la barbarie, pues Almos tenía un hijo pequeño de cinco años, llamado Bela, que también padeció tan cruel tormento.
Bela demostró ser una persona perseverante, fuerte y resistente, sobrevivió a las terribles heridas, y consiguió sentarse en el trono húngaro después de la muerte de su primo Esteban II, hijo de Colomán. Bela no olvidó la mutilación sufrida, y animado por su esposa serbia, Helena, planificó su venganza como debe ser, con tiempo y con la mente bien fría. En un momento de su reinado convocó a nobles y a otros grandes hombres a una importante reunión en la ciudad transilvana de Arad, hoy en territorio rumano. Todos los que acudieron a la cita fueron obligados por Belos Vukanovic (el fornido cuñado de Bela) espada en mano, a confesar y admitir públicamente ser partícipes del complot para arrestar a Almos y Bela, y participar voluntariamente en la mutilación de padre e hijo. Los culpables fueron pasados a cuchillo, sin piedad ni miramientos. Se cuenta que la esposa de Bela, Helena de Rascia, acudió a la reunión para asegurarse que todas aquellas sabandijas fuesen ejecutadas, pues no podemos olvidar que Bela era ciego. La sala quedó cubierta de sangre, miembros cercenados y de cuerpos sin vida. Aquella jornada ha pasado a la historia como “el día sangriento de Arad”. La venganza se había cumplido.
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