jueves, 29 de octubre de 2015

RUINAS.



El viajero se detiene emocionado ante las ruinas. 

Contempla las antiguas visiones de fortalezas deshechas y siente un cansancio abrumador. Sobre los arcos rotos, en las puertas que entran a recintos alfombrados con ortigas y capiteles yacentes, en las altas paredes solitarias, la esencia de mil colores tristes se esparció entre los mantos reales de las yedras. 

La visión decorativa de una ruina es magnífica. La luz entra por los techos derrumbados, y no tiene dónde reflejarse, sólo en las covachas de una galería abierta a los campos, o en un claustro, penetra modulando tonalidades sombrías. 

El contraste de los colores verdes, y los dorados bajo la caricia dulce de la luz, forma una gama admirable de apagamiento y amargura. 

Otro de los encantos de las ruinas son los ecos. 

Los ecos perdidos en los campos anidaron en las esquinas desmoronadas, en las bodegas llenas de plantas salvajes. 

En las ruinas de las llanuras hay ecos hasta en los sitios más escondidos. En la amplia soledad de las llanuras no tienen estos geniecillos parajes donde reposar, y cuando el vetusto edificio se derrumbó, ellos penetraron en sus muertas estancias para hacer burla de todo sonido, repetir la risa, y el grito desconsolado, multiplicar las pisadas, y confundir las conversaciones en un mareo de palabras. 

Las ruinas se van hundiendo lentamente en el terreno hasta que quedan sepultadas del todo, las figuras invisibles que las habitaron se marchan, y los ecos vuelven a danzar otra vez por las llanuras para dormirse en espera de despertar. Se hunde el escenario y se acaba la leyenda. Los pájaros vuelan a otro sitio más agradable, los reptiles huyen a otras madrigueras más ocultas, y al hundirse la ruina en la tierra acabó la tragedia histórica.

Antes que el prestigio romántico, decorativo y artístico, tienen las ruinas el prestigio miedoso. 

Huyeron los frailes, o los señores que habitaban los castillos, pero en el tiempo una noche, un campesino rezagado que volvía tarde al poblado, ve entre las malezas una gran figura blanca, con dos ojos verdosos que miraban pausadamente, después oye gritos de tortura infinita en los sótanos del castillo y arrastrar de cadenas por las naves deshabitadas. Huye el campesino, cuenta lo que ha visto y todo el pueblo se revoluciona. ¡Hay fantasmas en las ruinas! Ya nadie va a visitarlas y adquieren brillo sombrío. Una vieja del pueblo, una noche de tormenta, al calor de la lumbre y después de ordenar a los niños que se marchen, cuenta a los vecinos una historia pasada que a ella le contó su bisabuela. Una historia de amor y de duendes que pasó cuando estaba habitada la ruina. Aquella fantasma blanca que se había aparecido, sería la señora que se metió a monja después de matar a su marido, y todos se santiguan. Luego otra noche otro vecino vio con la luz tibia de la luna, al fantasma que bogaba en el río. Después hubo tormenta.

Todas las ruinas tienen una historia miedosa. Unas se conocen, otras ya las han olvidado. 

La ruina evoca baladas miedosas de almas en pena. 

Toda la literatura romántica puso sus figuras fantásticas en las ruinas, porque el alma de la ruina es eso: un fantasma blanco muy grande, muy grande, que llora por las noches desmoronando piedras y oculto entre las yedras, al son meloso del agua que pasa por las acequias.
García Lorca.



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