jueves, 25 de abril de 2019

CUEVA MEDRANO ¿PRISÓN DE CERVANTES?.




¿Cuántas grandes obras literarias habrían sido gestadas en privación de libertad?. En Argamasilla de Alba se encuentra la Cueva de Medrano, en la que, según tradición popular, Miguel de Cervantes se encontró con su criatura, el caballero Don Quijote de la Mancha.

En la actualidad, la fachada del Centro Cultural Casa de Medrano, de arquitectura moderna, aunque con rasgos de la arquitectura tradicional manchega, esconde en su interior la rústica bodega, en realidad una cueva, que ha sido identificada, con más o menos fortuna, con la prisión en que Miguel de Cervantes concibió a su Don Quijote. La torturada imaginación del escritor atravesó los bastos muros de cal y canto, y voló por la inmensa llanura manchega, donde imaginó a un caballero andante fuera de su tiempo.


Aquellos que defienden la estancia de Cervantes en Argamasilla de Alba basan su hipótesis en unas palabras del prólogo de la novela:

¿Qué podrá engendrar el esteril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quién engendró en una cárcel, dónde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?


La casa perteneció a la influyente familia de los Medrano y entre 1600 y 1603 transcurre el período en el que fue encarcelado aquí el autor del Quijote. En la centuria siguiente (1762) el edificio es adquirido para fines culturales por el infante Gabriel de Borbón (uno de los hijos de Carlos III), prior de la Orden de San Juan, instalada desde el Medievo en estas tierras. En el año 1863 el editor Manuel Rivadeneyra traslada a este lugar parte de su imprenta y edita su célebre Quijote de Argamasilla de Alba, prologado y comentado por J. L. Hartzenbusch.


Precisamente Hartzenbusch siempre estuvo convencido que Cervantes sufrió presidio en esta cueva (algo que no está documentado en papel, que al final es lo que parece importar) y por ese motivo pergeñó la romántica idea de imprimir un Quijote en el mismo lugar donde fue alumbrada la criatura: En aquel tenebroso encierro, en aquel angustiado cofre de cal y canto, concibió la fecunda mente de Cervantes la idea vastísima, triste alguna, regocijada casi siempre de su Don Quijote.




A pesar de la creencia popular, que alimenta a la moderna industria turística de tours organizados y rutas con encanto por el medio rural, no se conocen los motivos de la posible (y supuesta) estancia de don Miguel de Cervantes en la prisión de Argamasilla de Alba. La tradición (siempre la tradición) cuenta que Miguel de Cervantes habría llegado a esta villa manchega en su condición de recaudador de alcabalas (impuesto que gravaba el comercio) y habría sido detenido por motivos fiscales.


No obstante, existe otra versión más jugosa y literaria; la causa del arresto fue un piropo que el ilustre literato dedicó a la sobrina de don Rodrigo Pacheco. Ese desencuentro entre escritor y aristócrata venido a menos, tuvo una gran repercusión posterior, pues no son pocos los que opinan, que este tal Rodrigo sirvió de inspiración a Cervantes para insuflar vida a su Don Quijote.

José Martínez Ruíz Azorín visitó Argamasilla de Alba en 1905, con motivo del centenario de la publicación de la novela, y nos relató de forma magistral lo que pudo averiguar en relación al presidio de Cervantes en este lugar de la Mancha:

Yo no he conocido jamás hombres más discretos, más amables, más sencillos que estos buenos hidalgos don Cándido, don Luis, don Francisco, don Juan Alfonso y don Carlos. Cervantes, al final de la primera parte de su libro, habla de los académicos de Argamasilla; don Cándido, don Luis, don Francisco, don Juan Alfonso y don Carlos pueden ser considerados como los actuales académicos de Argamasilla. Son las diez de la mañana; yo me voy a casa de don Cándido. Don Cándido es clérigo; don Cándido tiene una casa amplia, clara, nueva y limpia; en el centro hay un patio con un zócalo de relucientes azulejos; todo en torno corre una galería. Y cuando he subido por unas escaleras, fregadas y refregadas por la aljofifa, yo entro en el comedor.

-Buenos días, don Cándido.


-Buenos nos los dé Dios, señor Azorín.


Cuatro balcones dejan entrar raudales de sol tibio, esplendente, confortador; en las paredes cuelgan copias de cuadros de Velázquez y soberbios platos antiguos; un fornido aparador de roble destaca en un testero; enfrente aparece una chimenea de mármol negro, en que las llamas se mueven rojas; encima de ella se ve un claro espejo encuadrado en rico marco de patinosa talla; ante el espejo, esbelta, primorosa, se yergue una estatuilla de la Virgen. Y en el suelo, extendida por todo el pavimento, se muestra una antigua y maravillosa alfombra gualda, de un gualdo intenso, con intensas flores bermejas, con intensos ramajes verdes.

-Señor Azorín -me dice el discretísimo don Cándido- acérquese usted al fuego.


Yo me acerco al fuego.


-Señor Azorín, ¿ha visto usted ya las antigüedades de nuestro pueblo?


Yo he visto ya las antigüedades de Argamasilla de Alba.


-Don Cándido -me atrevo yo a decir- he estado esta mañana en la casa que sirvió de prisión a Cervantes; pero...


Al llegar aquí me detengo un momento; don Cándido -este clérigo tan limpio, tan afable- me mira con una vaga ansia. Yo continúo:


-Pero respecto de esta prisión dicen ahora los eruditos que...


Otra vez me vuelvo a detener en una breve pausa; las miradas de don Cándido son más ansiosas, más angustiosas. Yo prosigo:

-Dicen ahora los eruditos que no estuvo encerrado en ella Cervantes.


Yo no sé con entera certeza si dicen tal cosa los eruditos; mas el rostro de don Cándido se llena de sorpresa, de asombro, de estupefacción.


-¡Jesús! ¡Jesús! -exclama don Cándido llevándose las manos a la cabeza escandalizado-. ¡No diga usted tales cosas, señor Azorín! ¡Señor, señor, que tenga uno que oír unas cosas tan enormes! Pero, ¿qué más, señor Azorín? ¡Si se ha dicho que Cervantes era gallego! ¿Ha oído usted nunca algo más estupendo?

Yo no he oído, en efecto, nada más estupendo; así se lo confieso lealmente a don Cándido. Pero si estoy dispuesto a creer firmemente que Cervantes era manchego y estuvo encerrado en Argamasilla, en cambio -perdonadme mi incredulidad- me resisto a secundar la idea de que Don Quijote vivió en este lugar manchego. Y entonces, cuando he acabado de exponer tímidamente, con toda cortesía, esta proposición, don Cándido me mira con ojos de un mayor espanto, de una más profunda estupefacción y grita extendiendo hacia mí los brazos:

-¡No, no, por Dios! ¡No, no, señor Azorín! ¡Llévese usted a Cervantes; lléveselo usted en buena hora; pero déjenos usted a Don Quijote!

Don Cándido se ha levantado a impulsos de su emoción; yo pienso que he cometido una indiscreción enorme.

-Ya sé, señor Azorín, de dónde viene todo eso -dice don Cándido-; ya sé que hay ahora una corriente en contra de Argamasilla; pero no se me oculta que estas ideas arrancan de cuando Cánovas iba al Tomelloso y allí le llenaban la cabeza de cosas en perjuicio de nosotros. ¿Usted no conoce la enemiga que los del Tomelloso tienen a Argamasilla? Pues yo digo que Don Quijote era de aquí; Don Quijote era el propio don Rodrigo de Pacheco, el que está retratado en nuestra iglesia, y no podrá nadie, nadie, por mucha que sea su ciencia, destruir esta tradición en que todos han creído y que se ha mantenido siempre tan fuerte y tan constante...

¿Qué voy a decirle yo a don Cándido, a este buen clérigo, modelo de afabilidad y de discreción, que vive en esta casa tan confortable, que viste estos hábitos tan limpios? Ya creo yo también a pies juntillas que don Alonso Quijano el Bueno era de este insigne pueblo manchego.


 Poco antes que Azorín, y por el mismo motivo, el poeta nicaragüensa Rubén Darío también visitó la localidad y por supuesto la cueva: “En verdad os digo que causa pena y disgusto el ver el estado en que se mantiene esa propiedad, que debía pertenecer al estado y ser visitado como se visita la casa de Shakespeare en Stanford-on-Avon y la casa de Víctor Hugo en París (…) Descendí guiado por un chico, entre polvo y suciedad. Es aquello un palomar y un reino de ratones. Allí hay plumas, fiemo, zapatos viejos. Se ve el agujero del cepo a que estuvo atado Cide Hamete Benengeli… en cuanto al cepo mismo, me dijeron que “lo quemó la tía Martina para hacer arrope”. 


Fernando García de Cortázar en su Viaje al corazón de España nos regala una preciosa descripción de la estancia: Una cama de piedra, una mesa de madera con un tintero y dos plumas de ganso, dos ventanucos que dan a la calle . . . Lo que uno imagina en la Cueva de Medrano es el momento en que aquel veterano de Lepanto inválido de la mano izquierda concibió una de las obras literarias más grandes de todos los tiempos. Sentado a esa mesa, Cervantes escribió por primera vez el nombre de Alonso Quijano. No hay documentos que demuestren que esto fuera así, pero el pueblo aprovecha lo que asegura la tradición más fundada y reclama el honer de ser la cuna de la novela . . .





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