El
espacio mediterráneo está devorado por las montañas. Ahí están,
llegando a la orilla, abusivas, apiñadas unas contra otras,
esqueleto y telón de fondo inevitable de los paisajes. Dificultan la
circulación, torturan las carreteras, limitan el espacio reservado a
las alegres campiñas, a las ciudades, al trigo, a la vid, incluso al
olivo, pues la altitud, tarde o temprano, puede con la actividad de
los hombres. Tanto como al mar liberador, pero durante mucho tiempo
cargado de peligros y poco o nada utilizado, los hombres del
Mediterráneo se han visto abocados a la montaña, donde en general
(las excepciones confirman la regla) sólo puede desarrollarse, y
mantenerse, Dios sabe como, una vida primitiva. El Mediterráneo de
las llanuras, a falta de sitio, se reduce en general a escasas
bandas, a unos puñados de tierra cultivada. Más allá, comienzan
los senderos escarpados, duros con el paso de los hombres y de los
animales.
Es
más, el llano, sobre todo cuando alcanza dimensiones importantes,
será a menudo el territorio de las aguas sin control. Habrá que
arrebatárselo a la marisma hostil. La fortuna de los etruscos se
debió, en parte, al arte de sanear las tierras bajas semiinundadas.
Evidentemente, cuanto más extensa es la llanura más difícil es el
trabajo, más ingrato, más tardío. La desmesurada llanura del Po,
donde se precipitan los ríos salvajes que bajan de los Alpes y de
los Apeninos, fue tierra de nadie durante casi toda la época
prehistórica. El hombre sólo se instalará allí a partir de las
ciudades palustres de las Terramaras, hacia el siglo XV antes de
Cristo.
En
general, la vida brota más espontáneamente en las tierras altas,
inmediatamente aprovechables, que al nivel del mar Mediterráneo. Las
llanuras sometidas, sólo accesibles al hombre inmerso en sociedades
obedientes, nacen del trabajo colectivo y de su eficacia. Son la otra
cara de las tierras altas, encaramadas, pobres, libres, con las que
establecer un diálogo necesario, aunque temeroso. La llanura se
siente, se considera superior; come hasta hartarse, alimentos
escogidos; no obstante, no deja de ser una presa, con sus ciudades,
sus riquezas, sus tierras feraces, sus caminos abiertos. Telémaco
mira con condescendencia a los montañeses del Peloponeso, comedores
de bellotas. Lógicamente, Campania o Apulia viven aterrorizadas por
los campesinos de los Abrazos, pastores que se abalanzan con sus
rebaños sobre las cálidas llanuras al empezar el invierno. A fin de
cuentas, los hombres de Campania prefieren el bárbaro romano al
bárbaro de las alturas. El servicio que Roma presta a la Italia del
Sur, en el siglo III, es reducir a la obediencia y al orden el macizo
salvaje y temible de los Abrazos.
El
drama de las incursiones montañesas es moneda corriente y podemos
encontrarlo en cualquier época, en cualquier región del mar. La
vida enfrenta machaconamente a los hombres de las alturas, comedores
de bellotas o de castañas, cazadores de animales salvajes,
vendedores de pieles, de cuero, de cabezas de ganado, siempre
dispuestos a emprender la marcha y emigrar, con las gentes del llano,
apegadas a la tierra, sometidos los unos, soberbios los otros, amos
de las tierras, de los resortes del poder, de los ejércitos, de las
ciudades, de los barcos que recorren los mares. Es el diálogo, aún
presente en nuestros días, entre la nieve y el frío de las alturas
austeras y las tierras bajas donde florecen los naranjos y las
civilizaciones.
En
realidad, mucho cambia la cosa de la azotea a la planta baja. Aquí,
progresar, allá tratar de vivir. Incluso las cosechas, a unas horas
de marcha, no se rigen por el mismo calendario. El trigo, que se
esfuerza por subir todo lo que puede, madura dos meses más tarde en
las tierras altas que al nivel del mar, así que los accidentes
meteorológicos no pueden tener el mismo significado para las
cosechas en función de la altitud. Una lluvia tardía en abril o en
mayo es una bendición en la montaña y una catástrofe en el llano,
donde el trigo casi maduro podría enmohecerse y pudrirse. Estas
observaciones son tan válidas para la Creta minoica como para la
Siria del siglo XVII después de Cristo, o la Argelia de nuestros
días.
F.
Braudel "Memorias del Mediterráneo"
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