Así pues, teniendo en cuenta que hay poco que puedas decir sobre la prehistoria humana que no haya alguien en algún sitio que lo discuta, aparte del hecho de que es seguro que tuvimos una, lo que creemos saber sobre quiénes somos y de dónde venimos es más o menos esto. Durante el primer 99,999 % de nuestra historia como organismos, estuvimos en la misma línea ancestral que los chimpancés." No se sabe prácticamente nada de la prehistoria de los chimpancés, pero, fuesen lo que fuesen, lo éramos nosotros. Luego, hace unos siete millones de años sucedió algo importante. Un grupo de nuevos seres salió de los bosques tropicales de África y empezó a moverse por la sabana.
Se trataba de los australopitecinos y, durante los cinco millones de años siguientes, serían la especie de homínidos dominante en el mundo. (Austral significa en latín «del sur» y no tiene ninguna relación en este contexto con Australia.) Había diversas variedades de australopitecinos, unos esbeltos y gráciles, como el niño de Taung de Raymond Dart, otros más fornidos y corpulentos, pero todos eran capaces de caminar erguidos. Algunas de estas especies vivieron durante más de un millón de años, otras durante un periodo más modesto de unos pocos cientos de miles, pero conviene no olvidar que hasta los que tuvieron menos éxito, contaron con historias mucho más prolongadas de la que hemos tenido nosotros hasta ahora.
Los restos de homínidos más famosos del mundo son los de un australopitecino de hace 3,18 millones de años hallados en Hadar, Etiopía, en 1974, por un equipo dirigido por Donald Johanson. El esqueleto, conocido oficialmente como A. L. (Localidad de Afar) 288-1, pasó a conocerse más familiarmente como Lucy, por la canción de los Beatles «Lucy in the Sky with Diamonds». Johanson nunca ha dudado de su importancia. «Es nuestro ancestro más antiguo, el eslabón perdido entre simios y humanos »,se ha dicho.
Lucy era pequeña, de sólo 1,05 metros de estatura. Podía caminar, aunque es motivo de cierta polémica lo bien que podía hacerlo. Es evidente que era también buena trepadora. No sabemos mucho más. No tenemos casi nada del cráneo, por lo que se puede decir poco con seguridad del tamaño de su cerebro, aunque los escasos fragmentos de que disponemos parecen indicar que era pequeño. La mayoría de los libros dicen que disponemos de un 40 % del esqueleto, pero algunos hablan de casi la mitad y uno publicado por el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York dice que disponemos de dos tercios de él. La serie de televisión de la BBC Ape Man llega a decir que se trata de «un esqueleto completo», aunque mostraba que no era así ni mucho menos.
El cuerpo humano tiene 206 huesos, pero muchos de ellos están repetidos. Si tienes el fémur izquierdo de un espécimen, no necesitas el derecho para conocer sus dimensiones. Si prescindes de todos los huesos superfluos, el total son 122, que es lo que se llama medio esqueleto. Incluso con este criterio bastante acomodaticio, considerando el más pequeño fragmento como un hueso completo, Lucy constituye sólo el 28 % de medio esqueleto (y sólo aproximadamente el 20 % de uno entero).
Alan Walker cuenta, en The Wisdom of the Bones [La sabiduría de los huesos], que le preguntó una vez a Johanson de dónde había sacado la cifra del 40 % y éste replicó tranquilamente que había descontado los 106 huesos de las manos y de los pies... más de la mitad del total del cuerpo, y una mitad bastante importante, además, sin lugar a dudas, ya que el principal atributo definitorio de Lucy era el uso de manos y pies para lidiar con un mundo cambiante. Lo cierto es que se sabe de Lucy bastante menos de lo que generalmente se supone. Ni siquiera se sabe en realidad si era una hembra. Su sexo es una suposición basada en su diminuto tamaño.
Dos años después del descubrimiento de Lucy, Mary Leakey encontró en Laetoli, Tanzania, las huellas dejadas por dos individuos de (se supone) la misma familia de homínidos. Las huellas las habían dejado dos australopitecinos que habían caminado sobre ceniza cenagosa tras una erupción volcánica. La ceniza se había endurecido más tarde, conservando las impresiones de sus pies a lo largo de unos 2.3 metros.
El Museo Americano de Historia Natural de Nueva York tiene un fascinante diorama que reseña el momento del paso de las dos criaturas por la ceniza cenagosa. Aparecen en él reproducciones de tamaño natural de un macho y una hembra caminando, uno al lado del otro, por la antigua llanura africana. Son peludos, parecidos a chimpancés en las dimensiones, pero tienen un porte y un paso que sugieren la condición humana. El rasgo más sorprendente es que el macho tiene echado el brazo izquierdo protectoramente sobre los hombros de la hembra. Es un gesto tierno y afectuoso, que sugiere un estrecho vínculo.
Este cuadro vivo se representa con tal convicción que es fácil no acordarse de que prácticamente todo lo que hay por encima de las pisadas es imaginario. Casi todos los aspectos externos de los dos personajes, la densidad del vello, los apéndices faciales (si tenían narices humanas o de chimpancés), las expresiones, el color de la piel, el tamaño y la forma de los pechos de la hembra, son inevitablemente hipotéticos. Ni siquiera podemos saber si eran una pareja. El personaje femenino podría haber sido, en realidad, un niño. Tampoco podemos estar seguros de que fuesen australopitecinos. Se supone que lo son porque no hay ningún otro candidato conocido. Me habían dicho que se les representó así porque, durante la elaboración del diorama, el personaje femenino no hacía más que caerse, pero Ian Tattersall insistió con una carcajada en que esa historia es falsa.
Es evidente que no sabemos si el macho le tenía el brazo echado por encima del hombro a la hembra o no, pero sabemos, por las mediciones del paso, que caminaban uno al lado del otro y muy juntos... lo suficiente para que estuvieran tocándose. Era una zona bastante expuesta, así que es probable que se sintieran vulnerables. Por eso procuramos que tuvieran expresiones que reflejasen cierta preocupación.
Le pregunté si le preocupaba a él lo de que se hubiesen tomado tantas libertades en la reconstrucción de los personajes. Hacer reproducciones es siempre un problema —aceptó sin reparos—. No te haces idea de lo que hay que discutir para llegar a decidir detalles como si los neandertales tenían cejas o no las tenían. Y lo mismo pasó con las imágenes de Laetoli. La cuestión es que no podemos conocer los detalles de su apariencia, pero podemos transmitir su talla y su porte. Si tuviese que hacerlo otra vez, creo que tal vez los habría hecho un poquito más simios y menos humanos. Esas criaturas no eran humanas. Eran simios bípedos.
Hasta hace muy poco se consideraba que éramos descendientes de Lucy y de las criaturas de Laetoli, pero ahora muchas autoridades en la materia no están tan seguras. Aunque ciertos rasgos físicos (por ejemplo, los dientes) sugieran un posible vínculo entre nosotros, otras partes de la anatomía de los australopitecinos son más problemáticas. Tattersall y Schwartz señalan en su libro Extinct Humans [Humanos extintos] que la porción superior del fémur humano es muy parecida a la de los monos, pero no es como la de los australopitecinos; así que, si está en una línea directa entre los monos y los humanos modernos, eso significa que debemos de haber adoptado un fémur de australopitecino durante un millón de años o así y que, luego, volvimos a un fémur de simio al pasar a la fase siguiente de nuestro desarrollo. No sólo creen que Lucy no fue antepasada nuestra, sino que ni siquiera caminaba demasiado bien. —Lucy y su género no tenían una locomoción que se pareciese en nada a la forma humana moderna —insiste Tattersall—. Esos homínidos sólo caminaban como bípedos cuando tenían que desplazarse entre un hábitat arbóreo y otro, viéndose «forzados» a hacerlo por su propia anatomía.
Johanson no acepta esto. «Las caderas de Lucy y la disposición de los músculos de su pelvis —ha escrito— le habrían hecho tan difícil trepar a los árboles como lo es para los humanos modernos.» La confusión aumentó aún más en los años 2.001 y 2002 en que se hallaron unos especímenes nuevos y excepcionales. Uno de ellos, descubierto por Meave Leakey, de la famosa familia de buscadores de fósiles, en el lago Turkana, en Kenia, recibió el nombre de Kenyanthropus platyops («hombre de Kenia de rostro-plano» ), es aproximadamente de la misma época que Lucy y se plantea la posibilidad de que fuese ancestro nuestro y Lucy sólo una rama lateral fallida. También se encontraron en 2001 Ardipithecus ramidus kadabba, al que se atribuye una antigüedad de entre 5,2 y 5,8 millones de años y Onorin turegensis, al que se le atribuyeron 6 millones de años, con lo que se convirtió en el homínido más antiguo... aunque lo sería por poco tiempo. En el verano de 2002, un equipo francés que trabajaba en el desierto de Djurab, en el Chad (una zona que no había proporcionado nunca huesos antiguos), halló un homínido de casi siete millones de años de antigüedad, al que llamaron Sahelanthropus tchadensis. (Algunos críticos creen que no era humano sino un mono primitivo y, que por ello, debería llamarse Sahelpithecus.) Se trataba, en todos los casos, de criaturas antiguas y muy primitivas, pero caminaban erguidas y lo hacían mucho antes de lo que anteriormente se pensaba.
El bipedalismo es una estrategia exigente y arriesgada. Significa modificar la pelvis, convirtiéndola en un instrumento capaz de soportar toda la carga. Para preservar la fuerza necesaria, el canal del nacimiento de la hembra ha de ser relativamente estrecho. Eso tiene dos consecuencias inmediatas, muy importantes, y otra a largo plazo. Significa en primer lugar mucho dolor para cualquier madre que dé a luz y un peligro mucho mayor de muerte, tanto para la madre como para el niño. Además, para que la cabeza del bebé pueda pasar por un espacio tan pequeño, tiene que nacer cuando el cerebro es aún pequeño y, por tanto, mientras el bebé es aún un ser desvalido. Eso significa que hay que cuidarlo durante mucho tiempo, lo que exige a su vez un sólido vínculo varón-hembra. Todo esto resulta bastante problemático cuando eres el dueño intelectual del planeta, pero, cuando eres un a ustralopitecino pequeño y vulnerable, con un cerebro del tamaño de una naranja, el riesgo debe de haber sido enorme.
¿Por qué, pues, Lucy y los de su género bajaron de los árboles y salieron del bosque? Probablemente no tuviesen otra elección. El lento afloramiento del istmo de Panamá había cortado el flujo de las aguas del Pacífico al Atlántico, desviando las corrientes cálidas del Ártico y haciendo que se iniciase un periodo glacial extremadamente intenso en las latitudes septentrionales. Esto habría producido en África una sequía y un frío estacionales que habría ido convirtiendo gradualmente la selva en sabana. «No se trató tanto de que Lucy y los suyos quisieran abandonar los bosques —ha escrito John Gribbin—, como de que los bosques los abandonaron a ellos.»
Pero salir a la sabana despejada de árboles dejó también claramente mucho más expuestos a los homínidos. Un homínido en posición erguida podía ver mejor, pero también se le podía ver mejor a él. Ahora, incluso, somos una especie casi ridículamente vulnerable en campo abierto. Casi todos los animales grandes que puedas mencionar son más fuertes, más rápidos y tienen mejores dientes que nosotros. El hombre moderno sólo tiene dos ventajas en caso de ataque. Un buen cerebro, con el que podemos idear estrategias, y las manos, con las que podemos tirar o blandir objetos que hagan daño. Somos la única criatura capaz de hacer daño a distancia. Podemos permitirnos por ello ser físicamente vulnerables.
Da la impresión de que todos los elementos hubiesen estado dispuestos para la rápida evolución de un cerebro potente y, sin embargo, no parece haber sucedido así. Durante más de tres millones de años, Lucy y sus compañeros australopitecinos apenas cambiaron. Su cerebro no aumentó de tamaño y no hay indicio alguno de que se valiesen ni siquiera de los útiles más simples. Y lo que resulta más extraño aún es que sabemos ahora que, durante aproximadamente un millón de años, vivieron a su lado otros homínidos primitivos que utilizaban herramientas, pero los australopitecinos nunca sacaron provecho de esa tecnología tan útil que estaba presente en su medio.
En un momento concreto situado entre hace tres y dos millones de años, parece haber habido hasta seis tipos de homínidos coexistiendo en África. Pero sólo uno estaba destinado a perdurar: Homo, que emergió de las brumas hace unos dos millones de años. Nadie sabe exactamente qué relaciones había entre los australopitecinos y Homo, pero lo que sí se sabe es que coexistieron algo más de un millón de años, hasta que todos los australopitecinos, los robustos y los gráciles, se esfumaron misteriosa y puede que bruscamente hace más de un millón de años. Nadie sabe por qué desaparecieron. «Tal vez nos los comiésemos», sugiere Matt Ridley.
La línea Homo se inicia convencionalmente con Homo habilis, una criatura sobre la que no sabemos casi nada, y concluye con nosotros, Homo sapiens (literalmente «hombre que sabe»). En medio, y dependiendo de las opiniones que tengas en cuenta, ha habido media docena de otras especies de Homo: ergaster, neanderthalensis, rudolfensis, heidelbergensis, erectus y antecessor. Homo habilis («hombre hábil») es una denominación que introdujeron Louis Leakey y sus colegas en 1964, por tratarse del primer homínido que utilizaba herramientas, aunque muy simples. Era una criatura bastante primitiva, con mucho más de chimpancé que de humano, pero con un cerebro un 5o % mayor que el de Lucy en términos absolutos y no mucho menos grande proporcionalmente, por lo que era el Einstein de su época. Aún no se ha aducido ninguna razón persuasiva que explique por qué los cerebros humanos empezaron a crecer hace dos millones de años. Se consideró durante mucho tiempo que había una relación directa entre los grandes cerebros y el bipedalismo (que el abandono de los bosques exigía astutas y nuevas estrategias que alimentaron o estimularon el desarrollo cerebral), así que constituyó toda una sorpresa, después de los repetidos descubrimientos de tantos zoquetes bípedos, comprobar que no había absolutamente ninguna conexión apreciable entre ambas cosas. —No hay sencillamente, que sepamos, ninguna razón convincente que explique por qué los cerebros humanos se hicieron grandes —dice Tattersall.
Un cerebro enorme es un órgano exigente: constituye sólo el 2 % de la masa corporal, pero devora el 20 % de su energía." Si no volvieses a comer nunca otro bocado de grasa, tu cerebro no se quejaría porque no toca la grasa. Lo que quiere es glucosa, y en grandes cantidades, aunque eso signifique una injusticia para otros órganos. Como dice Guy Brown: «El cuerpo corre constantemente el peligro de que lo consuma un cerebro ávido» pero no puede permitirse dejar que el cerebro pase hambre porque eso lleva enseguida a la muerte». Un cerebro grande necesita más alimento y más alimento significa un mayor peligro. Tattersall cree que la aparición de un cerebro grande puede haber sido simplemente un accidente evolutivo. Piensa, como Stephen Jay Gould, que si hicieses volver atrás la cinta de la vida (incluso si la hicieses retroceder sólo un poco, hasta la aparición de los homínidos) hay «muy pocas» posibilidades de que hubiese aquí y ahora humanos modernos ni nada que se les pareciese.
«Una de las ideas que más les cuesta aceptar a los seres humanos —dice Jay Gould— es que no seamos la culminación de algo. No hay nada inevitable en el hecho de que estemos aquí. Es parte de nuestra vanidad como humanos que tendamos a concebir la evolución como un proceso que estaba, en realidad, programado para producirnos. Hasta los antropólogos tendían a pensar así hasta la década de 1970.» De hecho, en una fecha tan reciente como 1991, C. Loring Brace se aferraba tozudamente en el texto divulgativo Los estadios de la evolución humana a la concepción lineal, aceptando sólo un callejón sin salida evolutivo, los australopitecinos robustos. Todo lo demás constituía una progresión en línea recta, en la que cada especie de homínido iba portando el testigo de la evolución un trecho y se lo pasaba luego a un corredor más joven y fresco. Ahora, sin embargo, parece seguro que muchas de esas primeras formas siguieron senderos laterales que no llevaban a ningún sitio.
Por suerte para nosotros, una acertó, un grupo de usuarios de herramientas que pareció surgir de la nada y coincidió con el impreciso y muy discutido Homo habilis. Se trata de Homo erectus, la especie que descubrió Eugéne Dubois en Java en 1891. Vivió, según la fuente que se consulte, entre hace aproximadamente 1,8 millones de años y una fecha tan reciente como 20.000 años atrás.
Según los autores de Java Man, Homo erectus es la línea divisoria: todo lo que llegó antes que él era de carácter simiesco; todo lo que llegó después de él era de carácter humano. Homo erectus fue el primero que cazó, el primero que utilizó el fuego, el primero que fabricó utensilios complejos, el primero que dejó pruebas de campamentos, el primero que se cuidó de los débiles y frágiles. Comparado con todos los que lo habían precedido, esa especie era extremadamente humana tanto en la forma como en el comportamiento, sus miembros tenían largas extremidades y eran delgados, muy fuertes (mucho más que los humanos modernos) y poseían el empuje y la inteligencia necesarios para expandirse con éxito por regiones enormes. Debían de parecer a los otros homínidos aterradoramente grandes, vigorosos, veloces y dotados. Su cerebro era muchísimo más refinado que todo lo que el mundo había visto hasta entonces.
Erectus era «el velocirraptor de su época », según Alan Walker, de la Universidad de Penn State, una de las primeras autoridades del mundo en este campo. Si le mirase a uno a los ojos, podría parecer superficialmente humano, pero «no conectarías: serías una presa ». Según Walker, tenía el cuerpo de un humano adulto pero el cerebro de un bebé.
Aunque Homo erectus ya era conocido desde hace casi un siglo lo era sólo por fragmentos dispersos, insuficientes para aproximarse siquiera a poder construir un esqueleto entero. Así que su importancia (o su posible importancia al menos) como precursor de los humanos modernos no pudo apreciarse hasta que no se efectuó un descubrimiento extraordinario en África en los años ochenta. El remoto valle del lago Turkana (antiguamente lago Rodolfo) de Kenia es uno de los yacimientos de restos humanos primitivos más productivos del mundo, pero durante muchísimo tiempo nadie había pensado en mirar allí. Richard Leakey se dio cuenta de que podría ser un lugar más prometedor de lo que se había pensado, porque iba en un vuelo que se desvió y pasó por encima del valle. Se envió un equipo a investigar y al principio no encontró nada. Un buen día, al final de la tarde, Kamoya Kimeu, el buscador de fósiles más renombrado de Leakey, encontró una pequeña pieza de frente de homínido en una colina a bastante distancia del lago. No era probable que aquel lugar concreto proporcionase mucho, pero cavaron de todos modos por respeto a los instintos de Kimeu y se quedaron asombrados cuando encontraron un esqueleto casi completo de Homo erectus. Era de un niño de entre nueve y doce años que había muerto 1,54 millones de años atrás. El esqueleto tenía «una estructura corporal completamente moderna», dice Tattersall, lo que en cierto modo no tenía precedente. El niño de Turkana era «muy enfáticamente uno de nosotros».
Kimeu encontró también en el lago Turkana a KNM-EP, 8o8, una hembra de 1,7 millones de años de antigüedad, lo que dio a los científicos su primera clave de que Homo erectus era más interesante y complejo de lo que se había pensado anteriormente. Los huesos de la mujer estaban deformados y cubiertos de toscos bultos, consecuencia de un mal torturante llamado hipervitaminosis A, que sólo podía deberse a haber comido el hígado de un carnívoro. Esto nos indicaba, en primer lugar, que Homo erectus comía carne. Era aún más sorprendente el hecho de que la cantidad de bultos indicase que llevaba semanas o incluso meses viviendo con la enfermedad. Alguien había cuidado de ella. Era el primer indicio de ternura en la evolución homínida.
Se descubrió también que en los cráneos de Homo erectus había (o, en opinión de algunos, posiblemente había) un área de Broca, una región del lóbulo frontal del cerebro relacionada con el lenguaje. Los chimpancés no tienen esa característica. Alan Walker considera que el canal espinal no tenía el tamaño y la complejidad necesarios para permitir el habla, lo más probable era que Homo erectus se hubiese comunicado más o menos del modo en que lo hacen los chimpancés modernos. Otros, especialmente Richard Leakey, están convencidos de que podían hablar.
Parece ser que, durante un tiempo, Homo erectus fue la única especie homínida. Se trataba de unas criaturas con un espíritu aventurero sin precedentes que se esparcieron por el globo aparentemente con lo que parece haber sido una rapidez pasmosa. El testimonio fósil, si se interpreta literalmente, indica que algunos miembros de la especie llegaron a Java al mismo tiempo que dejaban África, o incluso un poco antes. Esto ha llevado a algunos científicos optimistas a decir que tal vez el hombre moderno no surgió ni mucho menos en África, sino en Asia... lo que sería notable, por no decir milagroso, pues nunca se ha hallado ninguna especie precursora posible nunca fuera de África. Los homínidos asiáticos habrían tenido que aparecer por generación espontánea, como si dijésemos. Y de todos modos, un inicio asiático no haría más que invertir el problema de su expansión; aún habría que explicar cómo la gente de Java llegó luego tan deprisa a África.
Hay varias alternativas más plausibles para explicar cómo Homo erectus se las arregló para aparecer tan pronto en Asia después de su primera aparición en África. En primer lugar, hay sus más y sus menos en la datación de restos humanos primitivos. Si la antigüedad real de los huesos africanos es el extremo más elevado del ámbito de estimaciones o la de los de Java el extremo más bajo, habría habido tiempo de sobra para qué el Homo erectus africano pudiese llegar hasta Asia. Es también muy posible que aún puedan descubrirse huesos de Homo erectus más antiguos en África. Además, las fechas de Java podrían ser completamente erróneas.
Lo que es seguro es que en un momento de hace bastante más de un millón de años, algunos seres nuevos, relativamente modernos y que caminaban erguidos abandonaron África y se esparcieron audazmente por gran parte del globo. Es posible que lo hiciesen muy deprisa, aumentando su ámbito de ocupación hasta 40 kilómetros al año como media, todo ello teniendo que salvar cadenas de montañas, ríos, desiertos y otros obstáculos y que adaptarse a diferencias de clima y de fuentes de alimentación. Es especialmente misterioso cómo pasaron por la orilla occidental del mar Rojo, una zona famosa por su terrible aridez hoy, pero aún más seca en el pasado. Es una curiosa ironía que las condiciones que les impulsaron a dejar África hiciesen que les resultase mucho más difícil hacerlo. Pero lo cierto es que consiguieron dar con una ruta que les permitió sortear todos los obstáculos y poder prosperar en las tierras que había más allá. Y me temo que es ahí donde se acaban las coincidencias. Lo que pasó después en la historia del desarrollo humano es tema de largo y rencoroso debate, como veremos en el capítulo siguiente.
Pero, antes de continuar, conviene que recordemos que todos esos tejemanejes evolutivos, a lo largo de 5.000 millones de años, desde el lejano y desconcertado australopitecino al humano plenamente moderno, produjeron una criatura que aún es genéticamente indiferenciable en un 98,4 % del chimpancé moderno. Hay más diferencias entre una cebra y un caballo, o entre un delfín y una marsopa, que la que hay entre tú y las criaturas peludas que dejaron atrás tus lejanos ancestros cuando se disponían a apoderarse del mundo.
Bill Bryson
Una breve historia de casi todo