Entre los dudosos logros del
capitalismo se encuentra la uniformidad de las formas
arquitectónicas, el mismo modelo urbano podemos encontrarlo en
Uruguay, China, Rusia o Alemania. La personlidad (y la esencia) de
pueblos y ciudades se detuvo en el siglo XIX. Las fábricas y la
industria primero, los residenciales y centros comerciales (y de
ocio) después, implantaron una forma de organizar el espacio urbano
exportada, sin contemplaciones, a los cincos continentes.
Ahora, en los albores del Tercer
Milenio, muchas poblaciones europeas (alejadas de circuitos
comerciales y situadas en la periferia industrial) intentan conservar
y restaurar esas señas de identidad que se fraguaron entre finales
del siglo III y principios de la Era Industrial, esa larga Edad Media
de la que hablaba el medievalista francés Jacques Le Goff.
Las urbes costeras y situadas en
la llanura crecieron como Cabeza de Goliat, y es en las regiones más
apartadas, aisladas e inaccesibles donde perduró esa esencia. En los
tiempos que corren son tomadas como modelos auténticos de lo que
debe ser Baviera, Bretaña, Andalucía o Transilvania. No obstante un
peligroso enemigo las acecha y amenaza; el implacable turismo de
masas.
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