Es
probable que nuestro viaje se desarrolle con algunas dificultades.
Durante la alta Edad Media, Aquitania constituía un conjunto
arbolado, aun cuando la atravesaba el río Garona. El bosque
continuaba en las regiones del Loire, y de tanto en tanto se veían
explotaciones medianas entre vastos bosques y eriales. En la región
parisina, los soberanos merovingios y carolingios disponían de
grandes espacios boscosos para la caza. En 991, Richer, monje de
Saint-Remi de Reims, se dirigía a Chartres. Tras un alto en el
monasterio de Orbais, fue hacia Meaux. Pero, escribe, "cuando
comenzamos a caminar con mis dos compañeros por los sinuosos
senderos de los bosques, nos ocurrieron muchas desgracias, porque nos
equivocamos de camino en los cruces, y nos desviamos seis leguas".
Al norte y al este del Sena, el
bosque se espesaba tanto que formaba una verdadera frontera. Nos
internamos en el antiguo macizo herciniano que se extiende desde los
macizos renanos hasta Bohemia. Al relatar en el siglo XI la lucha
entre Enrique IV y los sajones, el benedictino Lambert de Hersfeld
menciona al pasar la gran selva primitiva que cubría todavía en esa
época amplias zonas de Germania. En la cima de una colina a la que
sólo se podía llegar por un camino escarpado, se alzaba el castillo
en el que residía Enrique. Las laderas de la montaña estaban
"hundidas en la sombra de un inmenso bosque desplegado sobre
miles y miles de pasos, inmenso y continuo". De ese modo, el
soberano pudo escapar con algunos compañeros. Durante tres días,
caminaron "en ese bosque inmenso, siguiendo un camino angosto y
poco conocido que había descubierto su guía, un cazador que,
gracias a su práctica de la caza, era capaz de orientarse en el
secreto de los bosques".
Por otra parte, el bosque
medieval sólo era impenetrable en algunos lugares poco habitados. En
su interior residía toda una población que vivía de sus recursos
naturales. La Vida de san Bernardo de Tirón señalaba que, a
comienzos del siglo XII, muchos anacoretas tenían sus celdas en las
vastas soledades de los confines del Maine y de Bretaña. Entre
ellos, un tal Pedro, que no sabía trabajar el campo ni cultivar
huertas, debía buscar comida para varios de sus compañeros. Tomó
unos cestos, entró en el bosque que rodeaba su casa y cortó frutos
de los avellanos y otros árboles silvestres. Mientras ponía los
frutos en sus canastos, vio en el hueco de un tronco un enjambre de
abejas con una enorme cantidad de cera y de miel.
Jean Verdon.
Sombras y luces de la Edad Media.
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