viernes, 5 de junio de 2015

LOS SÍMBOLOS ESENCIALES.



El hombre en su infrenable lucha por la supervivencia de su identidad ha establecido o identificado diversos símbolos. Algunos, como el Cielo y la Tierra, se remontan a al antigüedad. El Génesis comienza diciendo: "Al principio creó Dios el Cielo y la Tierra". Así pues la división entre Cielo y Tierra, Arriba y Abajo es remotamente ancestral y parece asociada a la propia realidad física del hombre.

El más antiguo de estos conceptos opuestos que tenemos noticias fue la visión de una Gran Madre, de cuya fertilidad dependía el hombre. Su opuesto y consorte era el Padre Celestial, cuyos poderes ostentados eran el sol y el trueno que proporcionaban el calor y la lluvia, necesarios para la fertilización y crecimiento de la Madre Tierra.

El Cielo es el gran Macho Universal, principio masculino, estimulador de la construcción y de la evolución: el Padre. Y la Tierra es la gran Hembra Universal, el principio femenino constructora de forma: la Madre. El Padre es dador de vida, la Madre de la Muerte puesto que su vientre es la puerta de ingreso en la materia, y a través de ella la vida se anima en la forma, entrando en la mecánica temporal, y por tanto con principio y final.

La figura del Padre, y no del varón virgen que debe demostrar su virilidad, se corresponde con el lingam de Siva, el falo de las bacantes y el menhir simbólico. Pero no ha sido entendido como una sublimación sino como esencia dinámica y positiva: la fuerza masculina que implanta la vida el óvulo y transforma su latencia en construcción. El Padre es omnipotente, pero no puede dar a luz, por ello necesita la Madre.

A la Gran Madre se la ha asociado con el mar y la tierra, es la madre de todo lo que vive. Es el vientre arquetípico a través del cual es posible la manifestación. La madre es omnipotencial pero inerte; precisa del Padre. Las diosas madres son así ambiguamente percibidas: capaces de dar y tomar, personifican la tierra, creadoras de animales y vegetación, son diosas del amor, del matrimonio y de la maternidad, de la vida....y de la muerte. Aparecen con alguna o con todas esas características ostentando diversos nombres. Recordemos algunos: Kalia (India), Innana (Sumeria), Ishtar (Babilonia), Astarté (Fenicia), Cibeles (Anatolia, Frigia y Roma), Afrodita, Demeter, Artemisa (Grecia), Venus, Ceres, Diana (Roma), Isis (Egipto), Ma (Anatolia), Freya (Escandinavia), Marcha (Irlanda), María, Santa Ana (Cristianismo).

La Madre constituye en fin la fuente de vida, medio de purificación, centro de regeneración. Es por tanto iniciadora, puerta de la sabiduría, y receptáculo de los secretos.

Estas dos fuerzas simbólicas esenciales constituyen los dos paradigmas o patrones básicos que tiñen cualquier acción trascendente de los humanos. Así es. Padre y Madre, Cielo y Tierra son los dos polos de manifestación de lo sutil. Constituyen propuestas diferentes. Dos vías de alcanzar aquello que está más allá de la consciencia ordinaria. Pero no han tenido ambas igual fortuna.

La mayor parte de culturas que se ha extendido en época alguna sobre el orbe han inclinado su preferencia hacia el Cielo. Diversas son las causas, algunas de la cuales podemos establecer aquí.

Nacer para morir. Extraña paradoja. No parece haber escapado este fenómeno a los primeros hombres con capacidad para discernir. Aquello que comienza acaba. Y las hembras son las culpables; responsables de parir, de poblar este "valle de lágrimas". Culpables además de seducir con sus encantos a los mejores machos de la especia, que riñan hasta la muerte entre ellos, en pos de nos bellos senos. Tan inculpable como misteriosa: poseída por el don de la fecundidad.

De la generosidad de la Madre Tierra depende el hombre primitivo - y aquellos que no somos tan altivos sabemos que eso no lo cambia la tecnología -. De la fertilidad de la madre, de los frutos que florezcan depende la supervivencia de nuestros ancestros. Es por tanto imprescindible atenderla. Toscas diosas de la fecundidad son después de las pinturas rupestres animalistas, la primera manifestación artística conocida del hombre. En los oscuros bosques de la Dordoña tiempo ha que están olvidados los viejos cultos. Aquellos primeros ritos de los que apenas nos queda la sospecha en forma de piedra, los bloques en alto relieve de Laussel, y su famosa Venus del cuerno.

Pero la Madre Tierra pese a sus misterios y encantos es oscura y fría. La luz, el calor, la misma lluvia que necesitamos para beber viene del cielo. El hombre mira hacia arriba con esperanza. Su vista no alcanza límite alguno. La luz del sol durante el día. La tenue luz de las estrellas y de la luna en la vigilia. Siguen ciclos prácticamente invariables. Es posible medir el tiempo y establecer calendarios.

El Sol, la luz significa seguridad. Con el amanecer la mayor parte de la vida animal despierta tras sobrevivir a los peligros de la noche. El hombre se pregunta sober la eterna seguridad. Alcanzar al Padre. La Madre, aunque seductora implica riesgo, incertidumbre. Hay que esperar, implorar que la tierra ofrezca sin retraso sus frutos siguiendo el desarrollo de las estaciones. Se hacen ritos propiciatorios, pero aparece inequívocamente la noción de Paraíso, donde nunca hace frío, abunda la comida, y jamás aparecen las tinieblas. Es un rechazo a la Madre. Alcanzar al lejano Padre que está arriba. La Madre Tierra, nos es bien conocida, está a nuestros pies, la pisamos cada día, y nos resulta excesivamente contingente. Las cavernas, tumbas, pozos y abismos son demasiado oscuros. Ni siquiera el invento de las lámparas con combustible animal hace 40.000 años consiguió que el hombre realmente habitara en el interior de las cavidades. Solamente usaba como refugio los primeros metros, y las partes más profundas, salvo sucesos aislados, se reservaron, cuando se usaron, para extraños ritos a la Madre. Y los abismos marinos resultan aun hoy casi insondables.

Fuera por estas causas, fuera por otras, el hombre se ha orientado hacia el padre. En su pretensión de elevarses, de volverse sutil como el aire, de renunciar a su forma material, vil y temporal, ha establecido un conjunto de ritos y mitos que premian este ascenso y que castigan el descenso. Es el triunfo de las aves (palomas) sobre los reptiles (serpientes). En muchas culturas, y la cristiana es para nosotros el mejor ejemplo, la Gran Madre se ha convertido en emblema de todos los vicios y corrupciones: negación del mundo espiritual, sutil, ajeno a la realidad material transitoria pero satisfactoria: "el imperio de los sentidos". Es también Maia, el mundo de la ilusión del hinduismo.

Para otras culturas, no tan deseosas de reprimir los placeres de la carne, establecen una morada más abajo. Es el Hades, el infierno cristiano o musulmán. Claro que para reconfortarse, estos últimos a sabiendas de que "del dicho al hecho hay un trecho", establecieron un habitat temporal intermadio para lo que no son demasiado malos. Es decir, para una inmensa mayoría de anodinos humanos. Así existen conceptos como el de Purgatorio, infiernos temporales y El-araf.

Pero no es posible renunciar completamente a ese sentimiento y valor que aporta la Gran Madre. El mismo cristianismo, vaciándolo eso sí de toda denotación relacionada con el mundo de los sentidos, ha prestado gran atención a María, la Virgen, que en sus innumerables advocaciones ha recogido la mayor parte de esa tradición. Porque la tradición va ligada a los sentimientos, a la propia vida del hombre, y no es fruto de una especulación intelectual más o menos esotérica. Es curioso observar que la consolidación del cristianismo como sentimiento real en la población significara que - amén de las nuevas doctrinas oficiales de Roma - , a partir del siglo XI, las apariciones marianas superaran por abrumadora mayoría a cualquier otro personaje sagrado. Con anterioridad habían sido prácticamente inexistentes.

Como se ha dicho más arriba la Madre es fuente de vida, un medio de purificación, centro de regeneración (vida y muerte, principio y fin); iniciadora, puerta de la sabiduría, u receptáculo de los secretos. Pero se la ha considerado solamente un vehículo, una puerta para acceder al espíritu, al padre. Una puerta peligrosa, puesto que si en el laberinto oscuro de la Madre se perdía el referente luminosa del resplandor que procede del lado diurno del portal, significaba la muerte física, o lo que se estima peor, la corrupción, el mal - pero también el éxito material -, según el sistema iniciático empleado.

Por tanto, se ha empleado a la Madre como purificación, óbito simbólico, retorno a las fuentes, al Padre. Sumergirse en las aguas o enterrarse para salir de nuevo sin disolverse en ella, enlace entre lo humano y lo Inefable. Por ello es a pesar de no ser la meta a alcanzar, el símbolo al que más doctrinas, sistemas mágicos, leyendas, amores, esperanzas y devociones se le dedica.

Gran parte de los rituales de iniciación de las más diversas culturas implican una muerte ritual, un tránsito a los umbrales de la Gran Madre. Una muerte que significa purificación, y romper con el pasado (la niñez en los ritos de tránsito, la virginidad en las doncellas que son desposadas, la oscuridad en el neófito que es iniciado....)

En estos momentos el lector debe haber entendido que existen dos formas de trascendencia diferentes. Una la vía, la de la derecha, diestra, paterna, celestial y transparente. En ascenso a las alturas, la energía divina, y luminosa: el albor.

La otra es la vía de la izquierda, siniestra, materna, terrenal y opaca. El descenso a las moradas interiores, la energía tónica. Tomada por perversa o simplemente peligrosa o insegura. Por ello en tantas ocasiones maldita.

Ambos paradigmas han establecido dos formas diferentes de percibir los demás símbolos y mitos. Aun existe más riqueza, puesto que la mayor parte de sistemas de creencias aun siendo predominantemente celestiales han bebido en la leche de los senos maternos.

Jordi Ardanuy 
Mitos, ritos y arquetipos.


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