A
lo largo del siglo XVIII (y en especial durante la segunda mitad) la
población europea experimentó un rápido crecimiento demográfico,
pasando aproximadamente de 115 a 190 millones de habitantes (un
aumento del 65%). Este cambio de tendencia fue debido al descenso de
la mortalidad a causa de la menor virulencia de las epidemias, la
mejora de la dieta y la menor incidencia de la guerra sobre la
población civil.
No obstante,
este crecimiento de la población no fue uniforme. Mientras en Reino
Unido, Prusia y Rusia el crecimiento fue muy alto, en Francia, España
y la península Ibérica fue más modesto. En otras áreas, como las
Provincias Unidas, se produjo un estancamiento.
Durante esta
centuria el 90% de la población seguía viviendo en el campo, aunque
la población urbana aumentó mucho su tamaño. Las principales
ciudades europeas eran Londres (que alcanzó la cifra de 800.000
habitantes) y París (con 600.000), las dos metrópolis más
destacadas de Europa Occidental. Otras urbes importantes eran Moscú,
Nápoles, Viena, Madrid, Lisboa, Milán y Roma, que contaban con
poblaciones entre 100.000 y 500.000 habitantes.
En el siglo
XVIII se produjeron grandes oleadas migratorias. El flujo de
emigrantes europeos hacia los imperios coloniales fue constante.
Además de América y Asia, nuevos territorios comenzaron a
incorporarse a este flujo, como Australia que comenzó a poblarse a
finales del siglo XVIII con presos de las cárceles británicas. El
tráfico de esclavos se intensificó y supuso el desplazamiento
forzado de millones de africanos hacia el continente americano.
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