En
el siglo XVI vivió un rey, Felipe II, en cuyo imperio nunca se ponía
el Sol. En el siglo siguiente vivió un rey que era el mismo Sol.
Luis XIV, rey de Francia, es el paradigma de rey absoluto, la figura
en que todos pensamos cuando nos hablan de la grandeza de Francia, la
opulencia de Versalles, el poder absoluto y el lujo desmedido de la
corte. Durante su reinado, que se prolongó setenta y dos años,
Francia se convirtió en la principal potencia cultural y política
de la Europa continental.
Luis XIV era
hijo de Luis XIII y durante su infancia (heredó la corona con cinco
años), su señora madre, Ana de Austria desempeñó las funciones de
regente, y el cardenal Mazarino, siguiendo las directrices de su
predecesor Richelieu, estableció los fundamentos del Absolutismo.
A la muerte
de Mazarino Luis XIV tomó las riendas del estado, sometió a la
nobleza (que no volvió a rebelarse), convirtió Versalles en
residencia y en símbolo de su omnipotencia, se ocupó personalmente
de los asuntos de gobierno (prescindiendo de ministros con aires de
grandeza), con el apoyo de Colbert organizó la flota y la empresa
colonial ultramarina, defendió la religión católica frente a los
protestantes (hugonotes) y a pesar de disponer de un ejército bien
preparado apenas consiguió incrementar los territorios de la corona,
aunque logró sentar a su nieto Felipe en el trono de España.
Luis XIV
vivió una larga vida, sobrevivió a su hijo, y a su nieto, y a su
muerte fue sucedido por su biznieto de cinco años, Luis XV.
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