Una tarde de otoño
paseaba Jaufré por las húmedas orillas del río Garona, muy cerca
de Burdeos, e inesperadamente, sin señal alguna, cayó
fulminantemente enamorado de la Condesa de Trípoli. Lo maravilloso
de la cuestión es que el joven Jaufré Rudel nunca había visto a la
dama, pero había oído historiadas contadas por poetas y peregrinos,
que hablaban de su belleza insuperable y de la pureza que anidaba en
su corazón. Después de ofrecerle noches en vela, estómago vacío y
desesperados versos de amor, Jaufré decidió convertirse en cruzado,
con la firme voluntad de verla. El trovador se puso en camino, pero
durante la travesía enfermó gravemente y llegó agonizante a
Trípoli. Enterada de la proeza, la condesa corrió a su lado y posó
la cabeza de Jaufré en su regazo. Antes de morir, y en un último
momento de lucidez, el poeta del amor lejano, con el cuerpo moribundo
pero el alma repleta de entusiasmo, dio gracia a Dios porque le había
concedido la gracia de contemplar a su dama antes de expirar. Se
cuenta que Jaufré murió con una sonrisa en los labios y que la
condesa se retiró a un monasterio.
Esta leyenda, con una
base más o menos real pues se sabe que su protagonista tomó parte
de la segunda cruzada, nos remite ciertamente a la personalidad
turbulenta del compositor y al tema constante de sus poemas: el amor
lejano. Un trovador del siglo XII melancólico y terriblemente
nostálgico, que describe con una obsesión enfermiza la tristeza de
un amor lejano.
“Lanquan li jorn son
lonc en may
m'es belhs dous chans
d'auzelhs de lonh
e quan mi suy partitz de
lay
remembra'm d'un'amor de
lonh;
vau de talan embroncx e
clis
si que chans ni flos
d'albespis
no'm platz pus que
l'yverns gelatz”.
[Por mayo, cuando los
días son largos, me agrada el dulce canto de los pájaros de lejos,
y cuando me aparto de allí, me acuerdo de un amor lejano; voy de
humor apesadumbrado y cabizbajo, de tal suerte que ni la poesía ni
la flor del blancoespino me placen tanto como el invierno helado]
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