viernes, 28 de febrero de 2020

TAPIA DE CASARIEGO.



Tapia de Casariego es una pequeña población que penetra con firmeza en el mar Cantábrico. Por las venas de sus habitantes no circula sangre, corre agua salada. Los salientes, los riscos y los acantilados conforman una espectacular fortaleza natural y además ofrecen protección a un pequeño puerto pesquero. Si abandonamos la población más destacada del Concello, nos encontramos con la montaña.



Una espectacular ruta acantilada – Cabo Blanco – nos conduce hasta Tapia de Casariego, el gran descubrimiento personal (en cuanto a poblaciones) de este Camino del Norte (la bella Luarca ya la conocía).







En Tapia de Casariego y sus parroquias podemos apreciar las casas solariegas, palacios rurales que eran las residencias de la nobleza terrateniente. Entre esas familias aristocráticas se cuentan los Marqueses de Tapia. Uno de ellos fue el encargado de introducir el maíz en Europa.



Una villa embaucadora, especialmente con el cielo gris y la lluvia estival, el escenario ideal en el que situar el comienzo de una novela de aventuras, el punto de partida para un maravilloso viaje por los Siete Mares. Un puerto que haría las delicias de Simbad y de Ulises, si se hubiesen atrevido a navegar por las aguas del Océano.



La ocupación humana de esta región se remonta a la Prehistoria, alcanzando cierta relevancia en época prerromana, según se desprende de la existencia de decenas de castros (como el que vimos, mejor dicho intuido, cuando veníamos caminando hacia aquí). Estos castros estaban habitados por las tribus de los Cibarcos, cuyo ámbito geográfico estaba comprendido entre los ríos Navía y Eo (la zona más occidental de la actual Asturias). Desde la Edad Media tenemos referencia al puerto de las Tapias, apareciendo documentado en 1300 en la Carta Puebla de Castropol. Entre los siglos XVII y XVIII su uso estuvo ligado a los balleneros vascos que lo utilizaban como abrigo.



En la Edad Media y en la Edad Moderna aparecen los primeros barrios de pescadores, como San Sebastian, San Martín y San Esteban que se disponían a ambos lados de la ensenada. Los peregrinos que se dirigían a Santiago de Compostela y los balleneros vascos eran visitantes habituales de la villa, y disfrutaron siempre de la tradicional hospitalidad de sus gentes.



El Puerto de Tapia se enclava en una resguardada ensenada, lo que hizo posible su uso como fondeadero desde la Antigüedad, probablemente desde la colonización romana, cuando probablemente fuera utilizado como refugio para cargar y descargar mercancías (como los preciados metales de la región) o para resguardar las embarcaciones de las terribles tempestades que azotan la costa cantábrica.




La desaparición de la ballena franca y el cese de su caza en el siglo XVIII, trajo como consecuencia que los vecinos de Tapia comenzaran a dedicarse a la pesca, una actividad que pronto cobró importancia, llegando a existir un considerable número de embarcaciones dedicadas a la pesca. En esta época Tapia se transforma en una villa marinera.



El Muelle del Rocín es un dique que cierra al Oeste el Puerto de Tapia, recorriendo cien metros para cerrar la bocana del puerto. Desde aquí se divisa el Faro y los pequeños islotes que lo rodean.




Mirador de los Cañones. La instalación de fuertes y baluartes artilleros sobre los acantilados entre los siglos XVI y XVIII permitía a la Corona hacer frente a la amenaza constante de la piratería. Desde aquí se controlaban los lugaresde fácil desembarco y acceso tierra adentro. El Fortín de Os Cañois data del reinado de Carlos III, con la finalidad de defender el frente costero y proteger la entrada al puerto de la villa.



Una placa recuerda al almirante Fernando Villaamil y a los marinos españoles que murieron combatiendo en Santiago de Cuba. 



Tres personas con nombre y apellido marcan la historia de Tapia: Gonzalo Méndez de Cancio, Fernando Casariego y Peter Gulley. El primero trajo el maíz de América, el segudo la modernidad y el tercero el surf.




Entre la Playa del Murallón y la Playa de los Campos se ubica el Monumento dedicado al australiano Peter Gulley, que junto a su hermano Robert, viajaban por Europa cuando recalaron en Tapia de Casariego. Aquí decidieron atracar y finalizar su viaje. Corría el año 1968 y ese verano se vieron las primeras tablas de surf en las playas asturianas.





Fernando Casariego, cuya estatua preside la Plaza de la Constitución amasó una fortuna y financió algunas obras en la Villa, como el Ayuntamiento, la Escuela, el Instituto, los Malecones y el Puerto. Participó en la Guerra de Independencia y una vez terminado el conflicto se instaló en Madrid.


La Casa de los Reguero es el edificio más vetusto de la villa y uno de los dos blasonados (el otro es la Casa de la Torre). Las fuentes disponibles fechan su construcción en 1613. Planta cuadrangular, obra de mampostería de pizarra enlucida y blanqueada, y cubierta a cuatro aguas, también de pizarra. Durante siglos este lugar fue el centro neurálgico de la villa y concluida la Guerra Civil (1939 – 1939) el edificio se convirtió en sede de la Jefatura Local del Movimiento durante el Franquismo, motivo por el que era conocida como Casa de España.




La figura del Sagrado Corazón corona la iglesia de San Esteban y con sus brazos extendidos quiere ofrecer su protección a todos los vecinos de Tapia. Hombres y mujeres que amanece tras amanecer salen al mar a faenar para ganarse el pan. Las ruidosas gaviotas acompañan a sus barcos cuando entran en el puerto.



La brisa, el olor a mar y los gritos de las gaviotas son los elementos que definen estas villas que se abren a los dominios de Poseidón, el Océano Tenebroso. En este punto no puedo dejar de pensar en Cádiz, en Lisboa, en Lekeitio, en Oporto, en Luarca, en Saint Malo o en Ribe, ciudades vinculadas por una irresistible e inevitable vocación marina (y marinera). Esta forma de vida diseña la idiosincraciaa de un pueblo que vive con el corazón encogido cada día cuando los hombres se echan a la mar.


La Virgen del Carmen (una Isis Cristiana) sigue siendo la patrona de los marineros, y por eso, la encontramos entronizada en el Paseo del Muelle, donde los bares y restaurantes modernos han usurpado el lugar de las añejas tascas marineras. Camino por un mundo moderno, con hormigón, asfalto y fibra óptica, pero contemplo estos lugares desde detrás de la mirada de un niño que soñaba con emular a sus héroes de la literatura y el cine. Una tarde lluviosa en Tapia comienza una novela de aventuras.



Se había terminado la caza de ballenas en Vizcaya, ya no era necesario domeñar las olas, ni afinar la puntería con el arpón. No, ya no era necesario se brazo en los barcos que zarpaban antes de cada amanecer. Solo sabía cazar ballenas. Ahora era un don nadie con un estómago que alimentar. Pasaba los días sentado frente a los muelles con un desasosiego que le devoraba poco a poco por dentro. Su piel curtida por la Sal y por el Sol languidecía lejos del mar. La tristeza y la melancolía se habían adueñado de todo su ser.



Una mañana abandonó el muelle y dirigió sus pasos hacia los acantilados, las aguas golpeaban las rocas con violencia y el viento salpicaba su cara. Y entonces comenzó a caminar hacia Occidente, sin más compañía que los cuervos y las urracas, mientras que las gaviotas parecían reirse de su tristeza. No había esperanza, sólo camino. Subió y bajó profundos valles, vadeó ríos, pasó frío, hambre y calor, pero no podía dejar de caminar. Algo intangible e incognoscible le empujaba a ello.



Pasaban los días, transcurrían las semanas, y las villas marinera iban quedando atrás. En ninguna encontró un barco en que enrolarse, ni un hombro amigo en que enjugar sus penas. Por la mañana el Sol le picaba en la espalda, por la tarde la cegaba desde el horizonte. Atravesaba vaquerías y maizales, casas solariegas y humildes aldeas, pero la vida agrícola nunca le llamó, y las montañas del sur, seguían lanzándolo hacia el litoral cantábrico.



Nadie recuerda ni la fecha, ni la hora, ni siquiera si hacía sol o llovía, pero un día apareció en Tapia de Casariego, ¿acaso la última oportunidad?, una agradable y modesta villa pesquera que trataba de fletar un barco ballenero. Pero no tenía arponero . . .



Ahora volvía a tener una vida, un objetivo, una ilusión . . . y Tapia de Casariego un experto, un maestro en el arte de la caza de ballenas . . .



Este olor a salitre me traslada a mi infancia y a mi juventud gaditana, todos los mares, en especial los atlánticos, me recuerdan a Cádiz, la Perla más brillante de Occidente. Sin alguien duda de mis palabras, le invito a que pasee por la Tacita de Plata y al acabar el día se dirija, con un papelón de chocos fritos o cazón en adobo y una botella de fino, a la playa a contemplar la puesta de Sol en la Caleta.




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