Para empezar, no podemos ver como
algo ilógica la suposición, en aquellos tiempos, de que el cielo
era un toldo rígido en el que los brillantes cuerpos celestes
estaban engarzados como diamantes. (Así, la Biblia se refiere al
cielo como al «firmamento», voz que tiene la misma raíz latina que
«firme».) Ya hacia el siglo VI al IV a. de J.C., los astrónomos
griegos se percataron de que debían de existir varios toldos, pues,
mientras las estrellas «fijas» se movían alrededor de la Tierra
como si formaran un solo cuerpo, sin modificar aparentemente sus
posiciones relativas, esto no ocurría con el Sol, la Luna y los
cinco brillantes objetos similares a las estrellas (Mercurio, Venus,
Marte, Júpiter y Saturno), cada uno de los cuales describía una
órbita distinta. Estos siete cuerpos fueron denominados planetas
(voz tomada de una palabra griega que significaba «errante»), y
parecía evidente que no podían estar unidos a la bóveda
estrellada. Los griegos supusieron que cada planeta estaba situado en
una bóveda invisible propia, que dichas bóvedas se hallaban
dispuestas concéntricamente, y que la más cercana pertenecía al
planeta que se movía más rápidamente. El movimiento más rápido
era el de la Luna, que recorría el firmamento en 29 días y medio
aproximadamente. Más allá se encontraban, ordenadamente alineados
(según suponían los griegos), Mercurio, Venus, el Sol, Marte,
Júpiter y Saturno. (Isaac Asimov. Nueva guía de la Ciencia).
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