La historia no ha podido
conservar el nombre del primer astrónomo (aunque tampoco es
relevante). Sin duda tuvo que ser uno de los primeros hombres (¿o
quizás fue mujer?) que elevó la vista a los cielos, y contemplar el
Sol, y mirar la Luna, y preguntarse que era aquella Gran Bola de
Fuego que iluminaba la Tierra cada día o la Esfera Brillante que
aparecía cada noche en el Cielo Nocturno. También tuvo que
preguntarse por la infinidad de diminutos puntos brillantes que
iluminaban el cielo como lejanas e inalcanzables antorchas. Desde el
principio estos astros adquirieron para el ser humano una utilidad
práctica: el Sol proporcionaba calor y luz durante el día, mientras
que la Luna permitía realizar expediciones, por ejemplo para cazar,
durante la noche.
En estos primeros tiempos el
estudio del Cosmos, de los Cielos, era una mezcla de hechos
sorprendentes, observación directa, mucha superstición y creencias
religiosas. Brujo, astrólogo, sabio, sacerdote y astrónomo venía a
ser lo mismo. La aparición regular y diaria del Sol en el
firmamento, las fases mensuales de la Luna y la posición del Sol
según las diferentes (y sucesivas) estaciones, proporcionaron a las
tribus y bandas un sistema para regular sus vidas, conforme a los
ritmos que imponía la Gran Madre Naturaleza.
Con el surgir de la Civilización
aparecen hombres dedicados por entero al estudio del Cielo y los
astros. En esta disciplina van a destacar los caldeos de Babilonia.
Antes de aprender a escribir, el hombre ya contaba los días,
numeraba los meses y determinaba las estaciones del año. Con la
innovación de la escritura, estos astrónomos pudieron anotar los
movimientos de los cuerpos celestes y con ello fueron capaces de
predecir los eclipses (aunque aún no conocían sus causas). Las
mediciones eran tan exactas que por ejemplo los chinos tenían un
calendario de 365 días, hace casi 5000 años. Por otro lado, en al
Antiguo Egipto la predicción exacta de las grandes inundaciones del
río eran cuestión de supervivencia, un asunto de vida o muerte.
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