Tapia de Casariego es una pequeña
población que penetra con firmeza en el mar Cantábrico. Por las
venas de sus habitantes no circula sangre, corre agua salada. Los
salientes, los riscos y los acantilados conforman una espectacular
fortaleza natural y además ofrecen protección a un pequeño puerto
pesquero. Si abandonamos la población más destacada del Concello,
nos encontramos con la montaña.
Una espectacular ruta acantilada
– Cabo Blanco – nos conduce hasta Tapia de Casariego, el gran
descubrimiento personal (en cuanto a poblaciones) de este Camino del
Norte (la bella Luarca ya la conocía).
En Tapia de Casariego y sus
parroquias podemos apreciar las casas solariegas, palacios rurales
que eran las residencias de la nobleza terrateniente. Entre esas
familias aristocráticas se cuentan los Marqueses de Tapia. Uno de
ellos fue el encargado de introducir el maíz en Europa.
Una villa embaucadora,
especialmente con el cielo gris y la lluvia estival, el escenario
ideal en el que situar el comienzo de una novela de aventuras, el
punto de partida para un maravilloso viaje por los Siete Mares. Un
puerto que haría las delicias de Simbad y de Ulises, si se hubiesen
atrevido a navegar por las aguas del Océano.
La ocupación humana de esta
región se remonta a la Prehistoria, alcanzando cierta relevancia en
época prerromana, según se desprende de la existencia de decenas de
castros (como el que vimos, mejor dicho intuido, cuando veníamos
caminando hacia aquí). Estos castros estaban habitados por las
tribus de los Cibarcos, cuyo ámbito geográfico estaba comprendido
entre los ríos Navía y Eo (la zona más occidental de la actual
Asturias). Desde la Edad Media tenemos referencia al puerto de las
Tapias, apareciendo documentado en 1300 en la Carta Puebla de
Castropol. Entre los siglos XVII y XVIII su uso estuvo ligado a los
balleneros vascos que lo utilizaban como abrigo.
En la Edad Media y en la Edad
Moderna aparecen los primeros barrios de pescadores, como San
Sebastian, San Martín y San Esteban que se disponían a ambos lados
de la ensenada. Los peregrinos que se dirigían a Santiago de
Compostela y los balleneros vascos eran visitantes habituales de la
villa, y disfrutaron siempre de la tradicional hospitalidad de sus
gentes.
El Puerto de Tapia se enclava en
una resguardada ensenada, lo que hizo posible su uso como fondeadero
desde la Antigüedad, probablemente desde la colonización romana,
cuando probablemente fuera utilizado como refugio para cargar y
descargar mercancías (como los preciados metales de la región) o
para resguardar las embarcaciones de las terribles tempestades que
azotan la costa cantábrica.
La desaparición de la ballena
franca y el cese de su caza en el siglo XVIII, trajo como
consecuencia que los vecinos de Tapia comenzaran a dedicarse a la
pesca, una actividad que pronto cobró importancia, llegando a
existir un considerable número de embarcaciones dedicadas a la
pesca. En esta época Tapia se transforma en una villa marinera.
El Muelle del Rocín es un dique
que cierra al Oeste el Puerto de Tapia, recorriendo cien metros para
cerrar la bocana del puerto. Desde aquí se divisa el Faro y los
pequeños islotes que lo rodean.
Mirador de los Cañones. La
instalación de fuertes y baluartes artilleros sobre los acantilados
entre los siglos XVI y XVIII permitía a la Corona hacer frente a la
amenaza constante de la piratería. Desde aquí se controlaban los
lugaresde fácil desembarco y acceso tierra adentro. El Fortín de Os
Cañois data del reinado de Carlos III, con la finalidad de defender
el frente costero y proteger la entrada al puerto de la villa.
Una placa recuerda al almirante Fernando Villaamil y a los marinos españoles que murieron combatiendo en Santiago de Cuba.
Una placa recuerda al almirante Fernando Villaamil y a los marinos españoles que murieron combatiendo en Santiago de Cuba.
Tres personas con nombre y
apellido marcan la historia de Tapia: Gonzalo Méndez de Cancio,
Fernando Casariego y Peter Gulley. El primero trajo el maíz de
América, el segudo la modernidad y el tercero el surf.
Entre la Playa del Murallón y
la Playa de los Campos se ubica el Monumento dedicado al australiano
Peter Gulley, que junto a su hermano Robert, viajaban por Europa
cuando recalaron en Tapia de Casariego. Aquí decidieron atracar y
finalizar su viaje. Corría el año 1968 y ese verano se vieron las
primeras tablas de surf en las playas asturianas.
Fernando Casariego, cuya estatua preside la Plaza de la Constitución amasó una fortuna y financió algunas obras en la Villa, como el Ayuntamiento, la Escuela, el Instituto, los Malecones y el Puerto. Participó en la Guerra de Independencia y una vez terminado el conflicto se instaló en Madrid.
La Casa de los Reguero es el
edificio más vetusto de la villa y uno de los dos blasonados (el
otro es la Casa de la Torre). Las fuentes disponibles fechan su
construcción en 1613. Planta cuadrangular, obra de mampostería de
pizarra enlucida y blanqueada, y cubierta a cuatro aguas, también de
pizarra. Durante siglos este lugar fue el centro neurálgico de la
villa y concluida la Guerra Civil (1939 – 1939) el edificio se
convirtió en sede de la Jefatura Local del Movimiento durante el
Franquismo, motivo por el que era conocida como Casa de España.
La figura del Sagrado Corazón
corona la iglesia de San Esteban y con sus brazos extendidos quiere
ofrecer su protección a todos los vecinos de Tapia. Hombres y
mujeres que amanece tras amanecer salen al mar a faenar para ganarse
el pan. Las ruidosas gaviotas acompañan a sus barcos cuando entran
en el puerto.
La brisa, el olor a mar y los
gritos de las gaviotas son los elementos que definen estas villas que
se abren a los dominios de Poseidón, el Océano Tenebroso. En este
punto no puedo dejar de pensar en Cádiz, en Lisboa, en Lekeitio, en
Oporto, en Luarca, en Saint Malo o en Ribe, ciudades vinculadas por
una irresistible e inevitable vocación marina (y marinera). Esta
forma de vida diseña la idiosincraciaa de un pueblo que vive con el
corazón encogido cada día cuando los hombres se echan a la mar.
La Virgen del Carmen (una Isis
Cristiana) sigue siendo la patrona de los marineros, y por eso, la
encontramos entronizada en el Paseo del Muelle, donde los bares y
restaurantes modernos han usurpado el lugar de las añejas tascas
marineras. Camino por un mundo moderno, con hormigón, asfalto y
fibra óptica, pero contemplo estos lugares desde detrás de la
mirada de un niño que soñaba con emular a sus héroes de la
literatura y el cine. Una tarde lluviosa en Tapia comienza una novela
de aventuras.
Se había terminado la caza de
ballenas en Vizcaya, ya no era necesario domeñar las olas, ni afinar
la puntería con el arpón. No, ya no era necesario se brazo en los
barcos que zarpaban antes de cada amanecer. Solo sabía cazar
ballenas. Ahora era un don nadie con un estómago que alimentar.
Pasaba los días sentado frente a los muelles con un desasosiego que
le devoraba poco a poco por dentro. Su piel curtida por la Sal y por
el Sol languidecía lejos del mar. La tristeza y la melancolía se
habían adueñado de todo su ser.
Una mañana abandonó el muelle y
dirigió sus pasos hacia los acantilados, las aguas golpeaban las
rocas con violencia y el viento salpicaba su cara. Y entonces comenzó
a caminar hacia Occidente, sin más compañía que los cuervos y las
urracas, mientras que las gaviotas parecían reirse de su tristeza.
No había esperanza, sólo camino. Subió y bajó profundos valles,
vadeó ríos, pasó frío, hambre y calor, pero no podía dejar de
caminar. Algo intangible e incognoscible le empujaba a ello.
Pasaban los días, transcurrían
las semanas, y las villas marinera iban quedando atrás. En ninguna
encontró un barco en que enrolarse, ni un hombro amigo en que
enjugar sus penas. Por la mañana el Sol le picaba en la espalda, por
la tarde la cegaba desde el horizonte. Atravesaba vaquerías y
maizales, casas solariegas y humildes aldeas, pero la vida agrícola
nunca le llamó, y las montañas del sur, seguían lanzándolo hacia
el litoral cantábrico.
Nadie recuerda ni la fecha, ni la
hora, ni siquiera si hacía sol o llovía, pero un día apareció en
Tapia de Casariego, ¿acaso la última oportunidad?, una agradable y
modesta villa pesquera que trataba de fletar un barco ballenero. Pero
no tenía arponero . . .
Ahora volvía a tener una vida,
un objetivo, una ilusión . . . y Tapia de Casariego un experto, un
maestro en el arte de la caza de ballenas . . .
Este olor a salitre me traslada
a mi infancia y a mi juventud gaditana, todos los mares, en especial
los atlánticos, me recuerdan a Cádiz, la Perla más brillante de
Occidente. Sin alguien duda de mis palabras, le invito a que pasee
por la Tacita de Plata y al acabar el día se dirija, con un papelón
de chocos fritos o cazón en adobo y una botella de fino, a la playa
a contemplar la puesta de Sol en la Caleta.
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