La fiesta va
a empezar: se ha ensayado tres veces a la semana durante todo el año.
Aquelarres gozosos, sí, y presididos por Dionisio, pero con el
perfil de los brujos inflexiblemente vuelto hacia ese día de agosto
en que la Virgen Madre y la Madre Venus se confundirán ante sus
súbditos como un Jano bifronte tallado en el doble misterio de la
Asunción y la Lascivia. Ya comienza el de profundiis, ya el
Ángel de Luz asoma por la embocadura de la cueva con su disfraz
tradicional de sátiro cornudo. Temerosa y emocionada se aproxima la
clientela para besar su príapo. Enderézase éste y rompen la noche
los primeros campanillazos de la misa negra. Será la gran ceremonia,
el mayor espectáculo del mundo. Todos los sacramentos van a
mezclarse y agitarse en la marmita de la execración con aliño de
promiscuidad. Aquí bisbea sus pecados una rijosa mientras el
confesor la muerde y dos monaguillos la sodomizan. Allí un
miscantano con liguero de tanguista compone el ademán eucarístico
invocando el descendimiento del Señor sobre una escupidera llena de
orines. Apetitosos castrados entonan pangelinguas y tantunergos en
cocoliches sacrílegos que alborozan a los feligreses. Sobre una
sintaxis de jadeos van abriéndose los muslos de las casadas, la
bragueta de los varones, la ingle de las mozuelas y el lomo núbil de
los rapaces. Es la hora del tribalismo y la fellatio, la hora de los
sollozos, el derreniego y el rechinar de hímenes. Revuelan las
casullas, arrúganse las enaguas, se desborda el vino y a cuerpo
desnudo garabatean las meigas y cabrones su caligrafía de lujuria,
arrebujándose en una confusión de gallos muertos, dalmáticas
pisoteadas, vinajeras rotas, escapularios inmundos, sangre de
menstruo, acezos de pederasta en clímax y rumor de sochantres
tripones instalados a pelo y jumentillas sobre el gelatinoso
tafanario de monjas menopáusicas, húmedas, diarreicas, pestilentes,
mamonas y salaces. Pero cata que no dura el temporal, que mengua la
fiebre, que se arría el ímpetu, oscurécense las gargantas, se
apoltronan las lenguas, hacen mutis las uñas, distáncianse los
orgasmos, y ya todo el aquelarre es solamente reposo del guerrero.
Exhaustos y en mísero montón yacen iniciados y neófitos,
aprendices y principales, legos y jesuitas, lesbianas y
desvirgadores. A paso quedo desfilan entonces por el campo de batalla
demonios de humilde rango que se inclinan sobre los cuerpos para
imprimir en cada hombro la huella de una garra y en cada pupila
izquierda la imagen de un sapo. Será éste el duende familiar de su
respectivo brujo, al que vestirá, calzará, obedecerá,
proporcionará ungüentos y puntualmente despertará minutos antes de
que empiece el aquelarre. A nadie olvidan los diablos estampilladores
en su despacioso circular. Y mientras tanto, el padre Lucifer,
atusándose las cerdas en el trono de la gruta, contempla el carnaval
y devora con incontenible apetito un frangollo de sesos y ternillas
provenientes del cadáver de un ahorcado....
¿Fantasías?
En modo alguno. Simple aderezo literario....
Fernando
Sánchez Dragó. Gárgoris y Habidis.
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