La brujería llama a nuestros ancestros, nos lleva al origen de la
sociedad, a un tiempo en que la religión reglada y dogmática no
había surgido aún, y hombres y mujeres, sentían la necesidad de
contactar con el lado numinoso de la existencia. Pero la brujería
también llama a la represión, al miedo y a la superstición, dos
caras de la misma moneda. Sin comprender la una, no es posible
explicar la otra.
Un caso más de violencia hacia la mujer, miedo ancestral a la vulva
libre e independiente. Sacerdotes e inquisidores, obligados a vivir
en castidad (insana y antinatural) están convencidos del peligro que
supone para el “statu quo” una mujer liberada. Podemos entrever
en estos procesos una forma brutal de imponer (a toda costa) el
patriarcado judeocristiano.
El Romanticismo, una corriente de pensamiento y sentimiento que
explotó en Europa junto a revoluciones liberales y nacionalistas,
utilizó primero la literatura, y más tarde el cine (y el cómic)
para dibujar la imagen de la bruja: una heroína rebelde que conoce
los secretos de la naturaleza y los utiliza para hacer el bien. Una
mujer valiente que se enfrenta sola a un mundo injusto dirigido por
hombres que la marginan. Paralelamente se fue diseñando a otro
bruja, la que vuela en escoba, celebra aquelarres y adora a Satán.
Una alcahueta fornicadora y una hechicera que conoce poderosos
filtros que utiliza para ganar un poco de dinero. Una mujer que
representa, en este caso, la antítesis de la piadosa y devota
cristiana.
Estas dos imágenes, que pueden ser complementarias, han labrado el
concepto de bruja que manejamos en este milenio.
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