Tierras de frontera, crisol de convivencia, por no decir malvivencia, entre moros y cristianos, y una leyenda más vieja que el propio hombre, repetida en todo tiempo y lugar; el amor trágico y desgarrador entre dos personas que le destino, personificado en sus culturas y sus familias, no las quiere juntas. En Aracena, un precioso pueblo en el maravilloso enclave de la Sierra de Huelva, cuentan la leyenda de las Lágrimas de Zulema.
En tiempos de porfía entre musulmanes y cristianos, vecinos malavenidos, vivía la joven y hermosa Zulema, hija del alcaide moro de la fortaleza, y como el amor no entiende de razones (afortunadamente), ni de imposibles, ni de raza ni condición, la chiquilla se enamoró de un gallardo caballero castellano. Cuando prende la razón, ni existe ni viento ni océano capaz de extinguirlo, y sabiendo de la oposición de su padre, Zulema decidió amar a escondidas a su paladín.
La torre almohade que aún se yergue en el antiguo castillo de Aracena fue testigo silente de los encuentros secretos entre los dos amantes, que aprovechaban las noches sin luna para liberar toda la pasión contenida. Pero para que una leyenda sea leyenda, debe tener un final trágico. Nadie se acuerda de los finales felices.
Uno de los centinelas del alcaide los descubrió mientras hacía la ronda nocturna, y fue presto a contárselo. El padre de Zulema encolerizó, y lo primero que hizo fue cortar la lengua al soldado para que nunca pudiese contar a nadie lo que había visto, la joven hija del gobernador mancillada por un cristiano infiel. Esa misma noche emboscó a los enamorados para sorprenderlos en su deleznable amor, pero llegó tarde, el caballero había partido para la guerra y galopaba en su montura dejando atrás Aracena y a Zulema.
Iracundo y enfurecido, el intransigente alcaida, considerado deshonrado por el libertinaje de su hija, se ensañó con la mayor crueldad y emparedó a su joven hija, a la carne de su carne, en la más alta torre de la fortaleza. Día y noche pasó Zulema llorando, el dolor de su corazón roto llegó a cada uno de los habitantes de Aracena, y de sus trágicas lágrimas brotó un manantial de aguas puras y cristalinas. El manantial todavía existe transformado en la Fuente de Zulema.
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