Después de la disolución
de la monarquía efectiva, una gran inestabilidad se apoderó de un
territorio y unas gentes que trataban de ser un Reino, sumidos en una
espiral de violencia, guerras civiles, destronamientos, divisiones...
La debilidad de las cabezas visibles de la dinastía Piast,
depositaria de la soberanía, fue aprovechada por una nobleza
privilegiada que controla, limita y socava la autoridad real. Los
motes que el pueblo puso a los duques, como Ladislao Piernas Largas o
Boleslao Boca Torcida, son una muestra del escaso (o ningún) respeto
que inspiraba la figura regia. Después de un incómodo interregno
(1034 – 1040) Casimiro I llamado el Restaurador (obvio) consigue
restablecer la unidad del estado y de la iglesia, pero solamente para
afrontar una larguísima travesía por el desierto.
A pesar de la
restauración (más bien reanimación de un cadáver que se resiste a
morir), el monarca estaba cada vez más controlado por la nobleza, al
tiempo que caía bajo la dependencia del emperador Enrique III.
Casimiro I tuvo que enfrentarse a serias dificultades (de esas que
ponen constantemente tus aptitudes a prueba): hacer frente a las
revueltas paganas (unas gentes que pretendían volver a sus creencias
y ritos precristianos) y repeler las invasiones procedentes de Kiev y
de Bohemia. Los bohemios penetran con cierta facilidad en el país,
conquistan Silesia y consiguen robar las reliquias de San Adalberto
de Praga que eran custodiadas en Praga.
No se amedrentó
Casimiro, y con la ayuda de su colega alemán Enrique III reconquista
Silesia y Mazovia, traslada su capital a Cracovia e inicia la
reorganización de estado e iglesia (en este caso incorporando clero
alemán), y propocia la llegada y asentamiento de órdenes
religiosas. Territorialmente el estado bascula desde la Grande, a la
Pequeña Polonia, pero como contrapartida, y aprovechando la débil
posición del monarca, la nobleza se vuelve fundamental para
controlar el gobierno.
El hijo de Casimiro,
Boleslao II, arrebató Eslovaquia a Hungría, llevó una expedición
hasta Kiev y apoyó al papa Gregorio VII en su lucha con el imperio y
de paso se sacude la (siempre) molesta tutela germánica. En
agradecimiento el Santo Padre propició su coronación como rey. Poco
duró la estabilidad, pues la actuación de Boleslao soliviantó a
los nobles que se rebelaron, y sentaron en el trono a su hermano
Ladislao I Herman. Mientras, Boleslao tuvo que huir de su país.
Ladislao Herman era un
títere, una pusilánime marioneta en manos de los magnates, que a
fin de cuentas son los que gobernaban y administraban el reino,
mientras que el país continúa su penar, pagando tributo a la vecina
Bohemia. A la muerte de Ladislao se produce una nueva guerra entre
sus hijos de la que resulta vencedor Boleslao III.
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