María
la Hebrea, conocida en algunas fuentes como Mírian la Profetisa,
vivió en la ciudad egipcia de Alejandría entre los siglos I y II, y
está considerada la primera alquimista de la historia. Se le
atribuyen varias obras escritas, la mayoría perdidas, muchas de
ellas calcinadas en el segundo incendio de la biblioteca de
Alejandría, una de las cuales llevaba por título “Diálogo de
María y Aros”.
En
los albores de la sistematización del conocimiento humano, que aún
no podría recibir el calificativo de ciencia, María la Hebrea, una
incansable trabajadora, dotada de gran creatividad inventó diversos
aparatos para destilar y sublimar sustancias químicas. Entre ellos
el tribikos, una especie de alambique de tres brazos y el
kerotakis, utilizado para calentar sustancias y recoger sus
vapores. Más empirista que teórica, María fue pionera de la
ciencia práctica y entre sus aportaciones (al laboratorio y al
hogar) se encuentra el famoso “Baño María”. Originalmente un
baño de arena y cenizas, que calentaba un recipiente con agua, que
finalmente calienta un tercer recipiente.
Como
persona dedicada a la alquimia, María creía que los metales eran
seres vivos, femeninos y masculinos, y los productos del laboratorio
eran el resultado de su unión sexual. Sostenía afirmaciones
categóricas del estilo “Unid lo masculino con lo femenino, y
encontrarás lo que buscáis” y aforismos enigmáticos, típicos de
la disciplina alquímica como “Uno es Todo y Todo es Uno”.
Aunque
la historia tenga pocos datos fidedignos que ofrecernos sobre María
la Hebrea, queremos imaginarla en un modesto laboratorio entre pergaminos y recipientes, mezclando
líquidos, diseñando aparatos, observando reacciones, garabateando
fórmulas, tomando notas y escudriñando la esencia misma de la
materia. En definitiva, una mujer que puso las bases teóricas y
prácticas de la alquimia occidental, y auténtica precursora de la
ciencia química.
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