lunes, 27 de mayo de 2019

SCHLIEMAN, EL SOÑADOR QUE ENCONTRÓ TROYA.




El mejor modo de pagar a nuestro contemporáneo Heinrich Schliemann los enormes servicios que nos ha prestado reconstruyendo la civilización clásica, creo que es incluirle entre sus protagonistas, como él mismo mostró desear ardientemente, eligiendo, en pleno siglo XIX, a Zeus como dios, elevando a él sus oraciones, poniendo de nombre Agamenón a su hijo, Andrómeca a su hija, Pélope y Telamón a sus servidores, dedicando a Homero toda su vida y su dinero.

Era un loco, pero alemán, o sea organizadísimo en su vesania, que la buena fortuna quiso recompensar. La primera historia que, cuando tenía cinco o seis años, le contó su padre no fue la de Caperucita Roja, sino la de Ulises, Aquiles y Menelao. Tenía ocho cuando anunció solemnemente en familia que se proponía redescubrir Troya y demostrar, a los profesores de Historia que lo negaban, que esa ciudad había existido realmente. Tenía diez cuando escribió en latín un ensayo sobre este tema. Y dieciséis cuando pareció que toda esta infatuación se le había pasado del todo. Efectivamente, se colocó de dependiente en una droguería, donde con seguridad no había descubrimientos arqueológicos que realizar, y a poco embarcó no hacia la Hélade, sino hacia América, en busca de fortuna. Tras pocos días de viaje, el buque se fue a pique y el náufrago fue salvado en las costas de Holanda. Quedóse allí, viendo en aquel episodio una señal del destino, y dedicóse al comercio. A los veinticuatro años era ya un comerciante acomodado, y a los treinta y seis un rico capitalista, del cual nadie había sospechado jamás que entre un negocio y otro hubiese seguido estudiando a Homero. Debido a su profesión se había visto precisado a viajar mucho. Y había aprendido la lengua de todos los países donde estuvo. Sabía, además del alemán y el holandés, francés, inglés, italiano, ruso, español, portugués, polaco y árabe. Su Diario está redactado, efectivamente, en la lengua del país donde sucesivamente está fechado. Pero en la que siempre seguía pensando era el griego antiguo. De improviso cerró Banco y tienda y comunicó a su mujer, que era rusa, su propósito de ir a establecerse en Troya. La pobre mujer le preguntó dónde estaba aquella ciudad de la que jamás había oído hablar y que, en realidad, no existía. Enrique le mostró en un mapa dónde suponía que estaba, y ella pidió el divorcio. Schliemann no hizo objeciones y puso un anuncio en un periódico pidiendo otra esposa, a condición de que fuese griega. Y de entre las fotografías que le llegaron eligió la de una muchacha que tenía veinticinco años menos que él. Se casó con ella según un rito homérico, la instaló en Atenas en una villa llamada Belerofonte, y cuando nacieron Andrómaca y Agamenón, la madre tuvo que sudar tinta para inducirle a bautizarlas. Heinrich se avino a ello sólo a condición de que el cura, además de algún versículo del Evangelio, leyese durante la ceremonia alguna estrofa de la Ilíada. Sólo los alemanes son capaces de estar locos hasta tal punto.


En 1870 se encontraba en aquel asolado y sediento rincón noroeste del Asia Menor donde Homero afirmaba, y todos los arqueólogos negaban, que Troya se hallaba sepultada. Necesitó un año para obtener del Gobierno turco permiso para iniciar las excavaciones en una ladera de la colina de Hisarlik. Pasó el invierno, con un frío siberiano, practicando hoyos con su mujer y sus excavadores. Tras doce meses de esfuerzos inútiles y de gastos delirantes, como para desanimar a cualquier apóstol, un buen día un pico chocó con algo que no era la piedra de costumbre, sino una caja de cobre que, al ser abierta, reveló a los ojos exaltados de aquel fanático lo que él llamó en seguida «el tesoro de Príamo»: miles y miles de objetos de oro y plata. El loco Schliemann despidió a los excavadores, llevó toda aquella fortuna a su barraca, encerróse en ella, adornó a su mujer con los collares, los confrontó con la descripción de Homero, convencióse de que eran aquellos con que se habían pavoneado Helena y Andrómaca, y telegrafió la noticia a todo el mundo. No le creyeron. Dijeron que fue él quien llevó allí toda aquella mercancía, tras haberla acopiado en los bazares de Atenas. Tan sólo el Gobierno turco le dio crédito, pero al objeto de procesarlo por apropiación indebida. Sin embargo, algunas lumbreras más escrupulosas que las demás, como Doerpfeld, Virchow y Burnouf, antes de negar, quisieron investigar sobre el terreno. Y, por muy escépticos que fuesen, tuvieron que rendirse a la evidencia. Continuaron las excavaciones por cuenta propia y descubrieron los restos, no de una, sino de nueve ciudades. La única duda que permaneció en sus mentes no era si Troya había existido, sino cuál de las nueve era aquella que el pico había desenterrado.

Mientras tanto, el loco estaba devanando con su habitual lucidez el lío jurídico en que se había enzarzado con el Gobierno turco. Convencido de que en Constantinopla iban a malograr sus preciosos descubrimientos, mandó a escondidas el tesoro al Museo del Estado de Berlín, que era el más calificado para custodiarlo debidamente. Pagó daños y perjuicios al Gobierno turco, que tenía más interés por el dinero que por aquella quincalla. Después, armado del más antiguo de todos los Baedeker, el Periégesis, de Pausanias, quiso demostrar al mundo que Homero no sólo había dicho la verdad acerca de Troya y de la guerra que en ella se había desarrollado, sino sobre sus protagonistas. Y con gran entusiasmo se puso a buscar, entre las ruinas de Micenas, la tumba y el cadáver de Agamenón. Nuevamente el buen Dios, que siente debilidad por los lunáticos, le compensó de tanta fe, guiando su pico por los sótanos del palacio de los descendientes del rey Atreo, en cuyos sarcófagos fueron hallados los esqueletos, las máscaras de oro, las alhajas y la vajilla de aquellos monarcas que se consideraba no habían existido más que en la fantasía de Homero. Y Schliemann telegrafió al rey de Grecia: Majestad, he hallado a sus antepasados. Después, seguro ya de su camino, quiso dar el golpe de gracia a los escépticos del mundo entero y, sobre las indicaciones de Pausanias, fuese a Tirinto, donde desenterró las murallas ciplópeas del palacio de Proteo, de Perseo y de Andrómeda.

Schliemann murió casi setentón en 1890, tras haber trastornado desde los fundamentos todas las tesis e hipótesis sobre las que hasta entonces se había basado la reconstrucción de la prehistoria griega, inclinada a exiliar a Homero y a Pausanias en los cielos de la pura fantasía. En el hervor de su entusiasmo, acaso demasiado apresuradamente, atribuyó a Príamo el tesoro descubierto en la colina de Hisarlik y a Agamenón el esqueleto hallado en el sarcófago de Micenas. Sus últimos años los pasó polemizando con los que dudaban de ello, y en estos litigios aportó más violencia que fuerza persuasiva. Pero el hecho es que él se consideraba contemporáneo de Agamenón y trataba a los arqueólogos de su tiempo desde la altura de tres milenios. Su vida fue una de las más bellas, afortunadas y plenas que un hombre haya vivido jamás. Y nadie podrá negarle el mérito de haber aportado la luz en la oscuridad que envolvía la historia griega antes de Licurgo.
Indro Montanelli. Historia de los Griegos.

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