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martes, 30 de octubre de 2018

CÁDIZ TRAICIONANDO A GADIR.



- ¿No llegaste a terminar aquella novela de la que nunca quería hablar? ¿Aquella historia tan enigmática?.
- Oh, la terminé. Seiscientos cuarenta y nueve folios.
- ¿Qué fue de ella? ¿Te la rechazaron sistemáticamente y todavía la tienes guerdada en algún cajón?
- La terminé. Ocho años de mi vida, creo que más. Y cuando puse el punto final, y la dejé reposar, y la volví a leer meses más tarde, me fui un día allí mismo, a la Caleta – señaló en la oscuridad, pero desde aquí no se veía la playa -. Y la arrojé al agua.
- ¿No te pareció buena?.
- Me pareció magnífica – dijo José Ángel, ufano, con un resabio vanidoso del Fantasma de la Ópera en su porte -. ¿Pero que más me daba, si no iba a llegar a nadie, si nadie iba a comprenderla?. César Aníbal – saboreó el nombre como si fuera un vino viejo - . Cómo habría sido el mundo si Roma hubiese sido derrotada, como merecía, en la Segunda Guerra Púnica.
- ¿Una historia alternativa?
- La historia que debió haber sido – contestó él, y por un momento me pareció escuchar cierta chispa de irritación en su voz –. En estas mismas orillas se plantó Hani Ba'al Barqâ, y en sus templos pidio la ayuda de los dioses. Demasiado tarde, quizá. O quizá también los dioses habían iniciado su retirada, como nuestros antepasados gadirianos olvidaron su historia púnica y se entregaron a Roma y se convirtieron en Gades. Cuando Julio César visitó el mismo templo dos siglos más tarde, ya era Hércules quien se había aposentado en el lugar, y su poder no estaba todavía corrompido por la deserción de sus creyentes hacia el nazareno. En mi libro, Aníbal entraba triunfante en Roma y la historia del Mediterráneo se configuraba tal como tendría que haber sido conocida desde el principio.
- Sin embargo, destruiste su trabajo.
- Lo entregó al mar. ¿Qué más daba?. ¿No queman acaso las editoriales todo el material que ya no les sirve, porque tienen que dejar sitio a otro material más nuevo que quizá tampoco les dará dividendos? Lo consideré mi peque ofrenda “Agnus pro vicario” - asintió él, buscándolo con la mirada en la noche negra; no estoy seguro de que no fuera capaz de verlo -. Una forma de reconocer que alguien, al menos, había sido capaz de comprender cuál tendría que haber sido el destino verdadero de esta ciudad y aquel imperio. Sin embargo, fueron derrotados. Y, más que derrotados, condenados al olvido y la difamación. Como nosotros mismos. Catón el Viejo fue el molde que luego siguieron Goebbels y muchos otros. “Ceterum censeo Carthaginem esse delendam”. Así solí terminar el hijo de puta sus discursos, viniera o no viniera a cuento.
- “Es más, creo que Cartago debe ser destruída” - traduje yo.
- Veo que recuerdas tu latín.
- Tuve que dar clase un par de años. Todavía lo recuerdo con espanto.
- Sin embargo, si Aníbal hubiera rematado aquella gesta, hoy no hablaríamos latín, posiblemente, sino púnico. Pero los romanos los satanizron. No sólo prendieron fuego a su flota y sus ciudades, esclavizaron a sus mujeres y sus hijos, pasaron a cuchillo a todos su hombres. Subvirtieron sus cultos, ignoraron sus hazañas, convirtieron aquella raza valiente en un chiste, o peor, en unos monstruos. Thomas Harris no sabía que caníbal viene de caanita; o tal vez sí, es lo mismo ya. Pero los fenicios y sus descendientes fueron más, mucho más que buhoneros en barco, Gabriel. Fueron semilla de imperios. Y Roma, Grecia, Israel y Egipto no sólo les robaron el alfabeto, rebajaron su arte, se burlaron de sus dioses, ocultaron a la historia que fueron capaces de no dejarse dominar por el Mediterréno ni por el océano. Convirtieron en mentira la realidad de sus grandes avences, y en falsedades los ritos de sus dioses verdaderos.

Rafael Marín. La ciudad enmascarada.


martes, 28 de agosto de 2018

SARCÓFAGOS PÚNICOS DE GADIR.



Colocados de esa forma ante el público, el uno junto al otro, los dos sarcófagos antropoides, masculino y femenino, parecían un matrimonio de otras épocas, y era así sin duda como lo interpretaban quienes se detenían a contemplarlos con esa mezcla de temor y reverencia que produce siempre todo aquello que tiene alguna relación con la historia y con la muerte. Sin embargo, el sarcófago femenino era unos setenta más más antiguo, aunque fue encontrado casi un siglo más tarde que su actual compañero para la posteridad, y lo delicado de su talla llevaba a pensar que en efecto había una cierta evolución artística en su diseño, quizás porque el sarcófago masculino no había sido tallado en mármol noble y había permanecido a la intemperie demasiado tiempo.

Ambos formaban parte de los tesoros más valiosos del museo. En realidad, el edificio había crecido alrededor del sarcófago masculino. El 30 de mayo de 1887, en el transcurso de unas obras en Punta de Vaca, el lugar donde luego se instalarían los astilleros que darían brevemente respiro a la ciudad que ya hacía un siglo que había empezado a enmascarar su hundimiento con la pérdida del monopolio ultramarino, se encontró el primer sarcófago. Hubo quien lo consideró el mismísimo rey Argantonio de Tartessos, quien al comprobar el tamaño de sus huesos lo atribuyó a un pigmeo, y quien quiso imaginar que su procedencia era egipcia con influencia helenizante. Al final, se cifró su procedencia y su edad: una talla sidonense contemporánea de Platón que quizá albergaba en su interior a un rico comerciante tan satisfecho de sí mismo que había legado sus rasgos para la historia. El Museo se construyó para mostrarlo al público, aunque los dimes y diretes de prohombres y políticos, cuestiones monetarias y otras polémicas lo habían dejado abandonado y al raso durante décadas; quizás a eso se debiera parte de lo deteriorado de su aspecto.

El yacimiento y los otros cadáveres y ajuares encontrados a su alrededor llamaron la atención de arqueólogos de todo el mundo. El comentario corriente de la antigüedad de la ciuda y la falta de ruinas que conllevaban sus diversos hundimientos a lo largo de la historia se veía, por fin, negado ante la evidencia de un sarcófago gigantesco que hablaba de la importancia de la Gadir fenicia en el mundo comercial mediterráneo que luego sería ahogado por Roma y su imperio. Uno de aquellos arqueólogos venidos a principios del siglo veinte se llamaba Pelayo Quintero Atauri. Durante décadas, hasta que ya septuagenario marchó en 1939 a Tetuán, donde murió en 1946, se dedicó a la búsqueda de un segundo sarcófado que revalidara la influencia comercial de la colonia, el poderío de sus mercaderes y sacerdotes, incluso, en su fantasía el amor que el ocupante del sarcófago femenino tendría que haber profesaro hacia su esposa, a la que sin duda había enterrado con la misma pompa y circunstancia que se había otorgado a sí mismo.

Quienes escuchaban ahora la historia, resuelto el misterio, no podían evitar un escalofrío. Porque Pelayo Quintero, a pesar de sus esfuerzos, no logró encontrar aquel sarcófago y se lo llevó la muerte antes de que su tesis pudiera ser demostrada.

El 26 de septiembre de 1980, en la inevitable obra que siempre desgrana Cádiz los restos de su pasado de oropeles y miseria, se halló el sarcófago femenino, en un solar de la calle Ruiz de Alda (ahora convenientemente rebautizada “Parlamento”). El sarcófago, aunque hoy los visitantes del museo ven su tono marfileño, era de mármol policromado; como siempre, la tardanza en retirarlo y la lluvia y el viento de aquel día borraron del rostro de piedra de la muerta gran parte del mimo que el dinero de sus seres queridos habían puesto en su enterramiento. También las raíces de los árboles y la rotura del catafalco había hecho que dos mil quinientos años de erosión carcomieran la momia interior, de la que apenas quedaban restos y vendajes putrefactos. Quizá a imitación de su prima lejana ibera, y aunque su contrapartida masculina no tiene nombre específico, se la llamó “Dama de Cádiz”.

El hallazgo no habría tenido mayor importancia que la anécdota de no ser porque, por uno de esos caprichos del destino, el solar donde fue descubierto el sarcófago había sido exactamente el lugar donde Pelayo Quintero, aquel soñador convencido de su existencia, había vivido durante años. Hoy, conocida la anécdota y la burla del destino, no era difícil imaginar a aquel hombre durmiendo cada noche, soñando con un sarcófago enterrado más de dos milenios antes, rebulléndose en su cama y buscando la respuesta a aquella comezón que lo atosigaba, sin saber que a pocos metros de su mismo chalecito, bajo él, la Dama de Cádiz lo llamaba cada noche, insistiéndole para que la sacara a la luz y la colocara en el trono público que ahora compartía con el varón que la acompañaba en la contemplación de la vida desde la muerte.

No hay quien conozca la historia de Pelayo Quintero y la casualidad del hallazgo que no reprima un suspiro de perplejidad ante la jugarreta del destino. La Dama de Cádiz, sin embargo, sonríe ahora al recordarlo por debajo de su máscada de mármol inexpresivo. Después de dos mil quinientos años bajo tierra, aunque se gastó las uñas intentando arañar una salida, aunque se quemó las cuerdas vocales que ya no tenía llamando cada noche al único hombre que confiaba en su existencia, ahora estaba aquí, a plena luz, esperando, igual que quienes la adoraban, su momento.
Rafael Marín. 
La Ciudad Enmascarada.


sábado, 11 de agosto de 2018

LA CIUDAD ENMASCARADA.



La ciudad se me antojada un ente vivo, capaz de transformarse del día a la noche, de la primavera al verano y del otoño al invierno. Lo notaba en el sonido de los coches y el silencio de las calles, en la prisa de los transeúntes y la cachaza de los turistas, en el vuelo de los pájaros y el crujido de las ramas de los árboles. Cádiz es dos ciudades y no es ninguna ciudad al mismo tiempo: un pueblo grande para algunos, espectro de glorias pasadas que ya no existen ni en el recuerdo. Hay luz y soledades en la zona de extramuros, hay manchas de humedad y algarabía en el casco antiguo. Nada es más distinto de Cádiz que Cádiz mismo, cuando sopla el poniente o cuando salta el levante, cuando se cubre el empedrado de cera o cuando te salpican a los ojos los papelillos (eso que en todas partes menos aquí, pese a la herencia genovesa, llaman confetti). Puede asaltarte cualquier día de invierno el compás de un pasodoble, y es posible que en algún momento del pasado, en aquellos barrios que se caían de puro viejo y no se atrevía a levantar ningún dinero nueve, se hubiese escuchado el repicar de una alegría, una soleá o un fandango, pero ahora la ciudad sólo tenía una música fantasma que resucitaba cada enero y extendía sus tentáculos de pentagramas inexistentes hasta, en ocasiones, los primeros días de marzo. Todavía me sorprendía escuchar a primeros de octubre el rasgueo de una guitarra o el martilleo de un bombo y una caja, y me parecía que el tiempo, por un instante, había ido hacia atrás, cuando lo que había hecho era dar un brinco hacia adelante. Lo mismo que en pleno verano, cuando paseaba por el parque de Genovés y me asomaba a la bahía en el paseo de Santa Bárbara y me atacaba de pronto un toque de corneta que indicaba que en algún lugar, tras el aparcamiento de coches, ensayaba un puñado de muchachos de esos que luego desfilan con poco garbo y peinados extraños en las procesiones de Semana Santa, cuesta acostumbrarse a la idea de que la explosión de júbilo controlado que es el carnaval no florece de una noche para otra, sino que obliga a meses previos de composición y ensayo. Ese maullido extraño, el quejido que lo mismo expresa alegría por la vida que desconcierto ante la desgracia, llega siempre sin avisar, cualquier tarde de septiembre o incluso antes, y yo sabía entonces el año no iba a empezar hasta que volviera a asomar su careta desvergonzada el carnaval que era ya la única prenda que quedaba a una ciudad que llevaba muchos siglos muriéndose, enmascarada en la mentira de sus propios desengaños.
Rafael Marín. 
La ciudad enmascarada.


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