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domingo, 15 de enero de 2023

ANTENOR FUNDADOR DE VENECIA.

 


Así como Roma tenían en Eneas a su legendario fundador, buscaron los venecianos a un héroe para equipararse con la Ciudad de los Papas. Antenor era consejero del rey Príamo de Troya, y como tantos otros huyó de la ciudad cuando se convirtió en pasto de las llamas. Antenor es en el Véneto el mítico fundador de Padua y de Venecia. En Padua existe un monumento del siglo XII conocido como la tumba de Antenor en la Piazza Antenore.


“Antenor nunca llegó a ser rey de Troya, como se le había prometido, ni obtuvo parte del botín; pero Menelao acogió generosamente a bordo de su nave a él, a su mujer y a sus cuatro hijos supervivientes. Primero se establecieron en el norte de África, después de Trancia, y, finalmente, colonizaron las islas de Henética, ahora Venecia. También fundó la ciudad de Padua. El otro héroe troyano que escapó fue Eneas: desde Dárdano, su ciudad, cerca del monte Ida, vio las lejanas llamas de Troya y cruzando el Helesponto, se refugió en Tracia. Los romanos dicen que, con el tiempo, se trasladó a Italia y allí fue el antecesor de Julio César”.

Robert Graves.

La Guerra de Troya

lunes, 27 de mayo de 2019

SCHLIEMAN, EL SOÑADOR QUE ENCONTRÓ TROYA.




El mejor modo de pagar a nuestro contemporáneo Heinrich Schliemann los enormes servicios que nos ha prestado reconstruyendo la civilización clásica, creo que es incluirle entre sus protagonistas, como él mismo mostró desear ardientemente, eligiendo, en pleno siglo XIX, a Zeus como dios, elevando a él sus oraciones, poniendo de nombre Agamenón a su hijo, Andrómeca a su hija, Pélope y Telamón a sus servidores, dedicando a Homero toda su vida y su dinero.

Era un loco, pero alemán, o sea organizadísimo en su vesania, que la buena fortuna quiso recompensar. La primera historia que, cuando tenía cinco o seis años, le contó su padre no fue la de Caperucita Roja, sino la de Ulises, Aquiles y Menelao. Tenía ocho cuando anunció solemnemente en familia que se proponía redescubrir Troya y demostrar, a los profesores de Historia que lo negaban, que esa ciudad había existido realmente. Tenía diez cuando escribió en latín un ensayo sobre este tema. Y dieciséis cuando pareció que toda esta infatuación se le había pasado del todo. Efectivamente, se colocó de dependiente en una droguería, donde con seguridad no había descubrimientos arqueológicos que realizar, y a poco embarcó no hacia la Hélade, sino hacia América, en busca de fortuna. Tras pocos días de viaje, el buque se fue a pique y el náufrago fue salvado en las costas de Holanda. Quedóse allí, viendo en aquel episodio una señal del destino, y dedicóse al comercio. A los veinticuatro años era ya un comerciante acomodado, y a los treinta y seis un rico capitalista, del cual nadie había sospechado jamás que entre un negocio y otro hubiese seguido estudiando a Homero. Debido a su profesión se había visto precisado a viajar mucho. Y había aprendido la lengua de todos los países donde estuvo. Sabía, además del alemán y el holandés, francés, inglés, italiano, ruso, español, portugués, polaco y árabe. Su Diario está redactado, efectivamente, en la lengua del país donde sucesivamente está fechado. Pero en la que siempre seguía pensando era el griego antiguo. De improviso cerró Banco y tienda y comunicó a su mujer, que era rusa, su propósito de ir a establecerse en Troya. La pobre mujer le preguntó dónde estaba aquella ciudad de la que jamás había oído hablar y que, en realidad, no existía. Enrique le mostró en un mapa dónde suponía que estaba, y ella pidió el divorcio. Schliemann no hizo objeciones y puso un anuncio en un periódico pidiendo otra esposa, a condición de que fuese griega. Y de entre las fotografías que le llegaron eligió la de una muchacha que tenía veinticinco años menos que él. Se casó con ella según un rito homérico, la instaló en Atenas en una villa llamada Belerofonte, y cuando nacieron Andrómaca y Agamenón, la madre tuvo que sudar tinta para inducirle a bautizarlas. Heinrich se avino a ello sólo a condición de que el cura, además de algún versículo del Evangelio, leyese durante la ceremonia alguna estrofa de la Ilíada. Sólo los alemanes son capaces de estar locos hasta tal punto.


En 1870 se encontraba en aquel asolado y sediento rincón noroeste del Asia Menor donde Homero afirmaba, y todos los arqueólogos negaban, que Troya se hallaba sepultada. Necesitó un año para obtener del Gobierno turco permiso para iniciar las excavaciones en una ladera de la colina de Hisarlik. Pasó el invierno, con un frío siberiano, practicando hoyos con su mujer y sus excavadores. Tras doce meses de esfuerzos inútiles y de gastos delirantes, como para desanimar a cualquier apóstol, un buen día un pico chocó con algo que no era la piedra de costumbre, sino una caja de cobre que, al ser abierta, reveló a los ojos exaltados de aquel fanático lo que él llamó en seguida «el tesoro de Príamo»: miles y miles de objetos de oro y plata. El loco Schliemann despidió a los excavadores, llevó toda aquella fortuna a su barraca, encerróse en ella, adornó a su mujer con los collares, los confrontó con la descripción de Homero, convencióse de que eran aquellos con que se habían pavoneado Helena y Andrómaca, y telegrafió la noticia a todo el mundo. No le creyeron. Dijeron que fue él quien llevó allí toda aquella mercancía, tras haberla acopiado en los bazares de Atenas. Tan sólo el Gobierno turco le dio crédito, pero al objeto de procesarlo por apropiación indebida. Sin embargo, algunas lumbreras más escrupulosas que las demás, como Doerpfeld, Virchow y Burnouf, antes de negar, quisieron investigar sobre el terreno. Y, por muy escépticos que fuesen, tuvieron que rendirse a la evidencia. Continuaron las excavaciones por cuenta propia y descubrieron los restos, no de una, sino de nueve ciudades. La única duda que permaneció en sus mentes no era si Troya había existido, sino cuál de las nueve era aquella que el pico había desenterrado.

Mientras tanto, el loco estaba devanando con su habitual lucidez el lío jurídico en que se había enzarzado con el Gobierno turco. Convencido de que en Constantinopla iban a malograr sus preciosos descubrimientos, mandó a escondidas el tesoro al Museo del Estado de Berlín, que era el más calificado para custodiarlo debidamente. Pagó daños y perjuicios al Gobierno turco, que tenía más interés por el dinero que por aquella quincalla. Después, armado del más antiguo de todos los Baedeker, el Periégesis, de Pausanias, quiso demostrar al mundo que Homero no sólo había dicho la verdad acerca de Troya y de la guerra que en ella se había desarrollado, sino sobre sus protagonistas. Y con gran entusiasmo se puso a buscar, entre las ruinas de Micenas, la tumba y el cadáver de Agamenón. Nuevamente el buen Dios, que siente debilidad por los lunáticos, le compensó de tanta fe, guiando su pico por los sótanos del palacio de los descendientes del rey Atreo, en cuyos sarcófagos fueron hallados los esqueletos, las máscaras de oro, las alhajas y la vajilla de aquellos monarcas que se consideraba no habían existido más que en la fantasía de Homero. Y Schliemann telegrafió al rey de Grecia: Majestad, he hallado a sus antepasados. Después, seguro ya de su camino, quiso dar el golpe de gracia a los escépticos del mundo entero y, sobre las indicaciones de Pausanias, fuese a Tirinto, donde desenterró las murallas ciplópeas del palacio de Proteo, de Perseo y de Andrómeda.

Schliemann murió casi setentón en 1890, tras haber trastornado desde los fundamentos todas las tesis e hipótesis sobre las que hasta entonces se había basado la reconstrucción de la prehistoria griega, inclinada a exiliar a Homero y a Pausanias en los cielos de la pura fantasía. En el hervor de su entusiasmo, acaso demasiado apresuradamente, atribuyó a Príamo el tesoro descubierto en la colina de Hisarlik y a Agamenón el esqueleto hallado en el sarcófago de Micenas. Sus últimos años los pasó polemizando con los que dudaban de ello, y en estos litigios aportó más violencia que fuerza persuasiva. Pero el hecho es que él se consideraba contemporáneo de Agamenón y trataba a los arqueólogos de su tiempo desde la altura de tres milenios. Su vida fue una de las más bellas, afortunadas y plenas que un hombre haya vivido jamás. Y nadie podrá negarle el mérito de haber aportado la luz en la oscuridad que envolvía la historia griega antes de Licurgo.
Indro Montanelli. Historia de los Griegos.

miércoles, 24 de febrero de 2016

MIRMIDONES



Valientes y laboriosos como las hormigas, el nombre de este linaje hace referencia a tan disciplinada criatura. Para el rapsoda Homero, eran la estirpe del reu Mirmidón, descendiente de Zeus y de Eurimedusa. Cuenta la leyenda que el señor supremo del Olimpo se metamorfoseó en hormiga para copular con la princesa Eurimedusa. Según la pluma de Ovidio, los mitos beben de muchas fuentes, Zeus transformó en hombres a las hormigas que vivían en el interior del tronco hueco de un árbol, para repoblar la isla de Egina, después de que una terrible epidemia de peste diezmara la población. Si hacemos caso al geógrafo Estrabón, los mirmidones imitaban a las hormigas, formando largas filas para limpiar de rocas sus pedregosas tierras y proceder a cultivarlas. Incluso hay quien pretende que los mirmidores se llaman así porque moraban bajo tierra, y excavaban túneles y galerias para almacenar el grano. A pesar de su fama de hombres belicosos, el origen de los mirmidones no es el de un pueblo sanguinario, sino por el contrario, de gentes tenaces, trabajadoras y obstinadas como las hormigas. Para nuestra memoria colectiva, una raza valiente y arrojada en el combate, uno de cuyos reyes fue Peleo, el padre de Aquiles. Y junto al héroe de los pies ligeros, los mirmidores acudieron a Troya en busca de fama. Aquellas hazañas no se han olvidado, tres milenios después aún siguen siendo narradas.....

domingo, 29 de noviembre de 2015

ULISES



Musa, dime del hábil varón que en su largo extravio,
tras haber arrasado el alcázar sagrado de Troya,
conoció las ciudades y el genio de innúmeras gentes.
Muchos males pasó por las rutas marinas luchando
por sí mismo y su vida y la vuelta al hogar de sus hombres,

pero a estos no pudo salvarlos con todo su empeño,
que en las propias locuras hallaron la muerte. ¡Insensatos!
Devoraron las vacas del Sol Hiperión e, irritada
la deidad, los privó de la luz del regreso. Principio
da a contar donde quieras, ¡oh diosa nacida de Zeus!

Cuantos antes habían esquivado la abrupta ruina,
en sus casas estaban a salvo del mar y la guerra;
sólo a él, que añoraba en dolor su mujer y sus lares,
reteniale la augusta Calipso, divina entre diosas,
en sus cóncavas grutas, ansiosa de hacerlo su esposo.

Vino al cabo, al rodar de los años, aquel en que habían
decretado los dioses que el héroe volviese a sus casas
en las tierras de Itaca. En vano seguía con sus penas
y sin ver a los suyos. Dolidas las otras deidades,
disentía Posidón de continuo, enconado en su ira
contra Ulises divino, que erraba de vuelta a su patria.

Homero. Odiesa. Canto I.

domingo, 17 de mayo de 2015

LA MUERTE DE HÉCTOR.



306 Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba en el costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor, blandiendo la aguda espada. Aquiles embistióle, a su vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto había colocado en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche, de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquiles, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Éste lo tenía protegido por la excelente armadura de bronce que quitó a Patroclo después de matarlo, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por a1lí el divino Aquiles envasóle la pica a Héctor, que ya lo atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de fresno que el bronce hacía ponderosa, para que pudiera hablar algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del triunfo, diciendo:

331 -¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.

336 Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco:

337 -Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo entreguen al fuego.

344 Mirándole con torva faz, le contestó Aquiles, el de los pies ligeros:

345 -No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me traigan diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni, aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán to cuerpo.

355 Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco:

356 -Bien lo conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te darán la muerte, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.

361 Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino Aquiles le dijo, aunque muerto lo viera:

365 -¡Muere! Y yo recibiré la Parca cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino.
Homero. 
Ilíada, Canto XXII, 306 y ss.
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