[...] El esqueleto de la
diadema vestía corta túnica de tela finísima de esparto; asimismo
los otros, aunque algo más toscas, sendos gorros de la propia
materia, cuáles doblado su cono, cuáles de forma semiesférica; y
el calzado, también de esparto, alguno primorosamente labrado [...].
Manuel de Góngora y Martínez.
A mediados del siglo XIX, en los
albores de la ciencia arqueológica, Manuel de Góngora y Martínez,
catedrático de Historia Universal en la Universidad de Granada, dio
a conocer el hallazgo de 60 restos humanos momificados en la Cueva de
los Murciélagos situada en Albuñol, municipio granadino. Uno de
estos restos, concretamente un cráneo, portaba una diadema de oro.
La escasez de datos relativos al
momento de recuperación del conjunto hace difícil la reconstrucción
del contexto arqueológico, y por tanto su interpretación. Basándose
en paralelos cercanos se ha supuesto que podría pertenecer al
Calcolítico, momento en que se va generalizando la metalurgia del
oro y de su empleo como objeto de prestigio. Los colgantes y pulseras
de concha y fragmentos de brazalete de mármol conservados, pudieron
formar parte de la indumentaria del difunto. El hallazgo de semillas
de adormidera nos lleva a suponer la práctica de rituales
funerarios. Desde que la especie humana toma conciencia de su propia
existencia y de su inevitable finitud, la muerte se convierte en el
mayor de los misterios.
Un numeroso cortejo acompaña al
difunto hasta la entrada de la caverna, donde la mayoría de personas
se detiene. Solo unos pocos acompañarán al finado al interior de la
cueva, para depositarlo en la puerta de un más allá ignoto. El humo
embriaga a los oficiantes, que comienzan un leve contoneo, que es
imitado por el resto de los participantes. Todo el grupo baila al
mismo son para despedir al ser querido, un individuo que gozó de
gran prestigio social, y riqueza material, estatus simbolizado por la
diadema de oro que lucía su cabeza inerte.
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