El Báltico significa para el
Norte de Europa lo mismo que el mar Mediterráneo para el sur. Vía
de comunicación y de intercambio cultural y económico, mares que
definen (e influyen) en las diferentes sociedades humanas que viven
en sus orillas. Un medio marino que une, más que separa, un ámbito
compartido por todos los pueblos ribereños. Ambos mares han sido, a
lo largo de la historia, focos y teatro de operaciones de piratas que
se lanzaban a depredar los barcos cargados de riquezas y mercancías
que se dirigían a los dinámicos puertos de las prósperas ciudades.
La imagen popular del pirata, y
para comprender esto solo debemos pensar en Long John Silver o el
histriónico Jack Sparrow, está determinado por una interpretación
romántica (Lord Byron, o nuestro José de Espronceda) que termina
diseñando mitos y leyendas (como sucede también con los bandoleros
andaluces). En realidad estamos ante contrabandistas,
extorsionadores, asesinos y gente de mala vida que, por decisión, o
por imposición, terminan viviendo al margen de la sociedad. Una
sociedad que los ha visto nacer, los ha convertido en lo que son y
que los ha proscrito; una sociedad que los teme, y en ciertos
aspectos, los admira.
Muchos piratas hicieron fortuna,
labraron una reputación e inscribieron su hombre en la historia,
entre los siglos XIV y XVI en el entorno del mar Báltico y del mar
del Norte: Klaus Störtebeker, Paul Beneke, Margareta Dume, Hans
Pothorost y Bartholomäus Voet.
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