A pesar del
aislamiento que proporcionaban los desiertos y la propia concepción
del egipcio de considerarse un pueblo único, lo cierto es que la
situación geográfica del país, entre el mar Mediterráneo, África
Ecuatorial y la Península Arábiga, convierten a Egipto en una
encrucijada, un punto de encuentro de pueblos y culturas de distinta
procedencia. Y esto es una constante histórica desde el mismo
momento en que estas tierras comenzaron a ser pobladas.
Los antiguos egipcios tenían
cierto complejo de superioridad natural. Les gustaba considerarse una
civilización aparte y a su amado país, excepcionalmente bendecido y
protegido de sus vecinos menos afortunados por sus fronteras
naturales: el mar y el desierto. Esta imagen autocomplaciente no
podría haber estado más lejos de la verdad. Situado en la
encrucijada de África, Asia y el Mediterráneo, Egipto fue siempre
un crisol de pueblos y de influencias culturales. Desde tiempo
inmemorial, los fértiles campos del valle y del delta del Nilo
fueron un imán para los inmigrantes de los territorios, más áridos,
situados al oeste, al este y al sur. Por su parte, la industria, la
tecnología y las costumbres de las sucesivas oleadas de inmigrantes
vinieron a enriquecer y renovar la civilización egipcia. En
ocasiones, no obstante, las gentes de los territorios vecinos fueron
a Egipto con intenciones menos benévolas, y sus innovaciones
culturales vinieron acompañadas de ideas de conquista. Tales
invasiones eran raras, y en general se veían rechazadas o mantenidas
a raya por un Estado fuerte y centralizado. Aun así, en los momentos
de debilidad política Egipto resultaba más vulnerable,
especialmente a lo largo de su porosa frontera nororiental.
Toby Wilkinson.
Auge y Caída del Antiguo Egipto.
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