Estas
civilizaciones nacen a lo largo de ríos que hubo que disciplinar
para lograr, con el riego artificial, el control de las tierras
limosas, fáciles de cultivar, de una fertilidad de renovación
espontánea. El resultado está a la medida de los esfuerzos: el
nacimiento, al mismo tiempo, de una fuerza global sin igual y de un
sometimiento evidente de los individuos. Estas disciplinas sólo se
pueden levantar con redes de ciudades que nacen de los excedentes
agrícolas de los campos cercanos. Estas ciudades existen en un
principio por ellas mismas; su actuación egoísta sólo influye a
poca distancia. Son como avispas agresivas que hubo que dominar,
reducir a la obediencia para incorporarlas a una colmena de abejas.
Básicamente, la operación que triunfa en Egipto no tendrá
demasiado éxito en Mesopotamia. Es un rasgo distintivo de sus
historias respectivas.
Además,
para que el diálogo desigual entre la ciudad y el campo se hiciera
realidad, fueron necesarias una cierta modernidad de los vínculos
económicos, división del trabajo, obediencia social basada en una
religión exigente, realeza de derecho divino. Todos estos elementos:
la religión, la realeza, el príncipe, la ciudad, las acequias de
riego, la escritura, sin la que no es posible transmitir ninguna
orden ni llevar ninguna contabilidad, tuvieron que crearse de la
nada.
El
resto es fácil de deducir. Estas sociedades urbanas tuvieron
necesidades imperiosas: sal, madera para construcción, piedra
(incluso la más corriente). Luego, como toda sociedad que se
sofistica y se perfecciona, se crean nuevas necesidades que pronto se
hacen indispensables: oro, plata, cobre, estaño (indispensable para
la aleación del bronce), aceite, vino, piedras preciosas, marfil,
maderas exóticas... La sociedad rica irá a buscar estos bienes muy
lejos, por lo que el abanico de los tráficos se abre muy pronto de
par en par. Se da así una ruptura de círculos económicos que, en
otras condiciones, hubieran podido cerrarse sobre ellos mismos. Se
organizan actividades viarias: caravanas de asnos de tiro, vehículos
(el pesado carro de cuatro ruedas aparece en Mesopotamia en el cuarto
milenio, aunque era poco manejable), buques mercantes de carga, a
vela o a remo. [. . . ].
A
diferencia del Eufrates o del Tigris, la crecida regular del Nilo,
más o menos entre el solsticio de verano y el equinoccio de otoño,
permite un calendario agrícola previsible. Esta crecida lo
proporciona todo: el agua, el limo negro, y está limitada por la
propia naturaleza al valle del río, cerrado a uno y otro lado por
los relieves desérticos, el Arábigo al este, el Libio al oeste. En
Egipto no hay que detener o controlar la inundación como en
Mesopotamia, sino simplemente dirigirla.
No
obstante, el trabajo prodigioso de los hombres consistió en rellenar
las depresiones pantanosas, en reforzar los taludes de las orillas,
en cerrar el valle con diques transversales, de un desierto a otro.
La doble cinta de los cultivos de cada orilla se divide en campos
inundados, cerrados por diques. En su momento, se abren los taludes y
se vuelven a cerrar cuando los campos están cubiertos de agua
limosa, con una altura de uno a dos metros. Quedan sumergidos durante
al menos un mes y luego el agua se evacúa por gravedad, de un campo
a otro. De esta forma, salvo el inmenso trabajo de los diques, que no
hay que subestimar, las cosas se hacen prácticamente solas; el agua
riega, fertiliza, prepara la cosecha, todo al mismo tiempo. Las
primeras «máquinas» inventadas para el riego artificial aparecerán
en Egipto en época tardía: el chadouf,
importado quizá de Mesopotamia, donde ya se conocía en el tercer
milenio, hacia el 1500; la noria, que llegará con los persas en el
siglo VI; el tornillo de Arquímedes, regalo de los griegos hacia el
200 a. C. Egipto no necesitará por mucho tiempo estos
perfeccionamientos, pues las obras hidráulicas del Nilo eran
suficientes.
Fernand
Braudel
Memoria
del Mediterráneo.
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