Atenea
inventó la flauta, la trompeta, la olla de barro, el arado, el
rastrillo, el yugo para bueyes, la brida de caballo, el carro y el
barco. Fue la primera en enseñar la ciencia de los números y todas
las artes femeninas, como la de la cocina, el tejido y el hilado.
Aunque es una diosa de la guerra, no le agrada la batalla, como les
agrada a Ares y Eris, sino más bien el arreglo de las disputas y la
defensa de la ley por medios pacíficos. No lleva armas en tiempo de
paz y, si alguna vez las necesita, se las pide habitualmente a Zeus.
Su misericordia es grande: cuando los votos de los jueces se igualan
en un juicio criminal en el Areópago, siempre da el voto decisivo en
favor de la absolución del acusado. Sin embargo, una vez que
interviene en la batalla nunca es derrotada, ni siquiera cuando lucha
contra Ares mismo, pues domina mejor que él la táctica y la
estrategia, y los capitanes prudentes acuden siempre a ella en busca
de consejo.
Muchos
dioses, Titanes y gigantes se habrían casado de buena gana con ella,
pero ella rechazaba siempre todos los requerimientos amorosos. En una
ocasión, durante la guerra de Troya, como no quería pedir a Zeus
que le prestase sus armas porque éste se había declarado neutral,
pidió a Hefesto que le hiciese un equipo especial para ella. Hefesto
no quiso que le pagara y dijo tímidamente que haría el trabajo por
amor; cuando, sin sospechar el significado de esas palabras, Atenea
entró en la fragua para ver cómo el dios golpeaba el metal
candente, Hefesto de pronto se dio media vuelta y trató de violarla.
Hefesto, que no siempre se comportaba tan groseramente, había sido
víctima de una broma maliciosa: Posidón acababa de infórmale de
que Atenea se dirigía a la fragua, con el consentimiento de Zeus,
llevada por la esperanza de que le hiciese el amor violentamente. Al
apartarse Atenea precipitadamente, Hefesto eyaculó contra su muslo,
un poco por encima de la rodilla. Ella se limpió el semen con un
puñado de lana, que luego arrojó con asco; éste cayó al suelo en
las cercanías de Atenas y fertilizó accidentalmente a la Madre
Tierra que estaba allí de visita. Asqueada ante la idea de dar a luz
un hijo que Hefesto había tratado de engendrar con Atenea, la Madre
Tierra declaró que no aceptaría responsabilidad alguna de su
crianza.
«Muy
bien —dijo Atenea— yo mismo me encargaré de ello». En
consecuencia se hizo cargo de la criatura tan pronto como nació, le
llamó Erictonio y, como no quería que Posidón se riese del buen
éxito de su chanza, lo ocultó en un cesto sagrado que entregó a
Agaluro, la hija mayor del rey ateniense Cécrope, con la orden de
guardarlo cuidadosamente.
Cécrope,
un hijo de la Madre Tierra y, como Erictonio — quien según algunos
era su padre—, en parte hombre y en parte serpiente, fue el primer
rey que reconoció la paternidad. Se casó con una hija de Acteo, el
primer rey del Ática. También instituyó la monogamia, dividió el
país de Ática en doce comunidades, construyó templos dedicados a
Atenea y abolió ciertos sacrificios de sangre en favor de modestas
ofrendas de tortas de cebada. Su
esposa se llamaba Agraulo; sus tres hijas, Aglauro, Herse y Pándroso,
vivían en una casa de tres habitaciones en la Acrópolis. Un
anochecer, cuando las jóvenes volvieron de un festival llevando en
la cabeza los cestos sagrados de Atenea, Hermes sobornó a Aglauro
para que le diera acceso a Herse, la más joven de las tres, de la
que se había enamorado locamente. Aglauro se quedó con el oro de
Hermes, pero nada hizo para ganarlo, porque Atenea hizo que sintiera
celos de la buena suerte de Herse; en consecuencia, Hermes se
introdujo airadamente en la casa, convirtió a Aglauro en piedra e
hizo lo que deseaba con Herse. Después de haberle dado Herse dos
hijos a Hermes, Céfalo, el amado de Eos, y Cerice, el primer heraldo
de los Misterios Eleusinos, ella, Pándroso y su madre Agraulo
sintieron la curiosidad de atisbar debajo de la tapa del cesto que
había llevado Aglauro. Al ver un niño con cola de serpiente en vez
de piernas, lanzaron gritos de terror y, precedidas por Aglauro, se
precipitaron desde lo alto de la Acrópolis.
Cuando
se enteró de esta fatalidad, Atenea se afligió de tal modo que dejó
caer la enorme roca que había estado transportando a la Acrópolis
como fortificación adicional y se convirtió en el monte Licabeto. Y
al cuervo que le había llevado la noticia le cambió el color de
blanco a negro y prohibió a todos los cuervos que volvieran a
visitar la Acrópolis. Erictonio se refugió entonces en la égida de
Atenea, donde ella le crió tan tiernamente que algunos la tomaron
equivocadamente por su madre. Más tarde llegó a ser rey de Atenas,
donde instituyó el culto de Atenea y enseñó a sus conciudadanos el
uso de la plata. Su imagen fue puesta entre las estrellas como la
constelación del Auriga, puesto que había introducido el carro
tirado por cuatro caballos.
Es
corriente otro relato, muy distinto, de la muerte de Aglauro, a
saber, que en una ocasión en que se lanzó un ataque contra Atenas
se arrojó desde la Acrópolis obedeciendo a un oráculo,
consiguiendo de este modo la victoria. Esta versión se propone
explicar por qué todos los jóvenes atenienses, al tomar por primera
vez las armas, visitan el templo de Aglauro y allí dedican su vida a
la ciudad.
Atenea,
aunque tan modesta como Artemis, es mucho más generosa. Cuando
Tiresias la sorprendió un día accidentalmente en el baño, le puso
sus manos sobre los ojos y le cegó, pero manera de compensación le
dio la linterna.
No
queda constancia de que le irritaran los celos más que en una sola
ocasión. He aquí la fábula: Aracne, ¿princesa de Colofón en
Lidia —famosa por su tinte purpúreo— era tan hábil en el arte
del tejido que ni siquiera Atenea podía competir con ella. Cuando le
mostraron un paño en el que Aracne había tejido ilustraciones de
tos amoríos olímpicos, la diosa lo examinó atentamente para
encontrarle un defecto, pero como no pudo hallarlo, desgarró el paño
con una ira fría y vengativa. Cuando Aracne, aterrorizada, se colgó
de una viga, Atenea la transformó a ella en una araña —el insecto
que más odia— y la cuerda en una telaraña, por la que trepó
Aracne para ponerse a salvo.
Robert
Graves.
Los
Mitos Griegos.
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