Omar Khayyam escribió tratados de álgebra, metafísica y astronomía. Y fue
el autor de poemas clandestinos que se contagiaban, de boca en boca, en toda
Persia y más allá.
Esos poemas cantaban al vino,
pecaminoso elíxir que el poder islámico condenaba.
El Cielo no se ha enterado de mi venida, decía el poeta, y mi partida no
disminuirá en nada su belleza ni su grandeza. La luna, que me buscará mañana,
seguirá pasando aunque ya no me encuentre. Dormiré bajo tierra, sin mujer y
sin amigo. Para nosotros, efímeros mortales, la única eternidad es el instante, y
beber el instante es mejor que llorarlo.
Khayyam prefería la taberna a la mezquita. No temía al poder terrenal ni a
las amenazas celestiales, y sentía piedad de Dios, que jamás podría
emborracharse. La palabra suprema no estaba escrita en el Corán, sino en el
borde de la copa de vino; y no se leía con los ojos, sino con la boca.
Eduardo Galeano Espejos.
Una historia casi universal
No hay comentarios:
Publicar un comentario