La velada transcurría
apaciblemente, las antorchas iluminaban los sonrosados rostros de los
comensales y las sombras proyectaban alargadas figuras sobre las
paredes del gran salón. Todos los boyardos del reino, magnates y
prohombres, estaban reunidos aquella noche, sentados alrededor de una
enorme y maciza mesa de madera, acompañados por sus esposas e hijas.
Los pajes y escuderos observaban, sin intervenir, el pantacruélico
banquete desde una distancia prudencial.
El príncipe no había
reparado en gastos para agasajar a sus invitados, los grandes señores
del país: faisán relleno, ciruelas, naranjas y melocotones,
pistachos, almendras o otros frutos secos, cabrito de los Cárpatos,
venado de la reserva de caza del príncipe, lechón asado, patos
criados en las granjas de Valaquia, esturión del mar Negro, barbos y
carpas del Danubio, ternera de Panonia y todo ello regado con los
caldos, tintos y blancos, elaborados en las afamadas bodegas
transilvanas. El príncipe, orgulloso y altivo, miraba complacido el
maravilloso cuadro, al que aún había que imprimir color carmesí.
Cuando las panzas
estaban llenas, el alcohol ya se había apoderado de cuerpos y
mentes, los modales corteses habían cedido ante los eructos y
exabruptos, y el placer lo inundaba todo, el príncipe se acercó a
sus invitados, y con una sonrisa dibujada en los labios se dirigió a
uno de los comensales de esta manera:
- Decidme señor ¿a cuántos voivodas habéis conocido?
- ¿Diez?,¿veinte? - respondió con desdén el hombre.
A continuación reparó
el príncipe en un veterano boyardo de pelo cano, el mayor quizás de
los invitados, y de nuevo inquirió.
- Y usted, noble señor ¿a cuántos voivodas habéis servido?
- Seguro que a varias docenas – respondió con sorna bobalicona el aludido.
Y aún dirigió una
tercera pregunta, obteniendo la misma respuesta – muchos -.
Entonces, poseído por el mismísimo diablo, el príncipe endureció
el gesto y exclamo: !Asquerosas ratas bastardas. Por culpa de
vuestros egoísmos y traiciones los príncipes de este país no
pueden mantenerse en el trono!. Pero yo, Vlad III, hijo de Vlad II
“el Dragón”, atajaré este problema de raíz.
Sin que los boyardos
tuvieran tiempo de reaccionar, la guardia del príncipe irrumpió,
espada en mano, en el gran salón e iniciaron una terrible
carnicería. Los primeros en ser degollados fueron los pajes y
escuderos, y luego siguieron los boyardos más veteranos y algunas
mujeres. Los que no murieron en el salón fueron sacados al exterior,
maniatados y se les atravesó el ano con enormes estacas. Así
pasaron varias horas (a lo peor días) empalados, sufriendo la más
atroz de las agonías, mientras los cuervos se deleitaban picoteando
los ojos, las lenguas y otras partes blandas. La sangre de la
redención regó la tierra de Valaquia.
Los que se libraron del
acero y la madera fueron trasladados a Poenari y allí se vieron
obligados a trabajar como esclavos en la construcción del castillo
que corona la cumbre. Los cuerpos de muchos de ellos terminaron
estercolando la tierra.
Esta es una de las
anécdotas más truculentas y recurrente que se cuentan sobre el
terrible príncipe de Valaquia Vlad III, conocido como “el
Empalador”. Como dijo el actor Rudolf Martin cuando encarnaba al
personaje en la película Vlad Príncipe de la Oscuridad: “He oído
tantas veces esas historias, que estoy empezando a creerlas”.
Los historiadores sitúan
la matanza de boyardos en la ciudad de Tirgoviste, donde Vlad tenían
instalada su corte, durante la celebración del Domingo de Pascua.
Matei Cazacu (uno de los biografos más reputados del Drácula
histórico) fecha la Pascua Sangrienta en 1459.
Un relato alemán de 1463
describe la escena con las siguientes palabras: “Invitó a su morada a
todos los señores y nobles de su país; cuando hubieron terminado la
comida, se dirigió al de mayor edad y le preguntó de cuántos
voivodas o príncipes que hubieran reinado en ese mismo país
guardaba recuerdo. Él le contestó lo que sabía al respecto;
después fueron interrogados los demás, jóvenes y viejos; y Drácula
pidió a cada uno de ellos a cuántos podían recordar. Uno contestó
cincuenta; otro, treinta; uno, veinte; otro, doce; y ninguno era lo
suficientemente joven como para recordar a menos de siete. Entonces,
él hizo empalar a todos esos señores, que en total eran
quinientos”.
Real o no, esta historia
ha sido repetida tantas veces, que todo el mundo la da por cierta.
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