Encaramada en unos riscos
de la Sierra de los Filabres, a más de ochocientos metros de
altitud, rodeada de impertérritos almendros en flor, Laroya se asoma,
como un blanco balcón, a la ladera de la montaña.
La iglesia mudéjar del
siglo XVI es el centro neurálgico de la pequeña localidad,
alrededor de ella se juntan los vecinos para charlar de sus cosas y
en las fechas señaladas se celebran las fiestas locales.
El nombre Laroya
procede, según cuentan algunos, de la tierra roja o roya de la zona.
Otra hipótesis es que Laroya proceda de hoya o cazuela, en
referencia a la ubicación del pueblo. Me recuerda lejanamente al
enclave de Albarracín.
A orillas del Laroya,
caminando sobre riscos, solo se oye a los pájaros trinar y el
murmullo de perdices y alguna tórtola. El romero, el tomillo y el
espliego aromatizan la ruta.
San Ramón Nonato,
patrón de Laroya recibe culto y especial veneración con la
celebración de la fiesta de Moros y Cristianos. La gente del lugar
no recuerda desde cuando se celebra esta entrañable fiesta.
Tres espigas entre
montañas aparecen en el escudo de la localidad.
Los primeros datos sobre
la población se remontan a la época musulmana. La documentación de
aquella época hablan de una zona próspera y rica en la comarca del
mármol.
En las intrincadas
calles podemos visualizar la belleza y el esplendor morisco.
Después de la conquista
cristiana los Reyes Católicos concedieron, mediante Célula Real en
1501, el privilegio de ciudad. A finales del siglo XVI la población
fue visitada por Miguel de Cervantes.
Desde al altura de la
sierra podemos contemplar el amplio valle del Almanzora en toda su
plenitud y al fondo el desierto de Tabernas.
Un paraje idílico para perderse del mundo.
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