domingo, 21 de julio de 2019

ARGAMASILLA DE ALBA, EL LUGAR DE LA MANCHA.



¿Es este el lugar de la Mancha cuyo nombre fue olvidado deliberadamente por el autor?. La tradición popular local y (parte de) la erudita así lo cree. O así quiere creerlo. Otra tradición, convertida desde hace mucho tiempo, en reclamo turístico, considera que en este lugar de la Mancha, el mismo que vió echar los dientes y partir en busca de aventuras al ingenioso hidalgo, en una vieja bodega reconvertida en improvisada prisión, comenzó Cervantes a escribir su inmortal obra.



Esta es la villa de Argamasilla de Alba, hoy insigne entre todas las de La Mancha. ¿No es natural que todas estas causas y concausas de locura, de exasperación, que flotan en el ambiente hayan convergido en un momento supremo de la historia y hayan creado la figura de este simpar hidalgo, que ahora en este punto nosotros, acercándonos con cautela, vemos leyendo absorto en los anchos infolios y lanzando de rato en rato súbitas y relampagueantes miradas hacia la vieja espada llena de herrumbre?. Azorín.



Paseando por sus calles quedamos atrapados por recuerdos de un tiempo, no tan lejano, que va cayendo en el olvido.



La primera mención de la villa está documentada en 1214, dos años después de la celebérrima batalla de las Navas de Tolosa. Aparece como donación a la Orden de San Juan del castillo de Argamasiella. Según se desprende de las Relaciones Topográficas de Felipe II, Argamasilla de Alba, fue fundada como tal en 1531 – 1532 por Don Juan de Zúñiga, el alcaide del cercano castillo de Peñarroya, y por Don Diego de Toledo, prior de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén. Lo lógico hubiese sido que la población se hubiese llamado Argamasill de San Juan en honor a su fundador. Esta nueva Argamasilla, que había quedado bajo la jurisdicción de la bailía de Alcázar, se puebla en principio con habitantes de otras villas y aldeas vecinas como la Moraleja y Santa María del Guadiana.



Los comienzos fueron difíciles e inciertos, y en el año 1545 sobrevino la tragedia. Una gran riada inundó el asentamiento, arruinando completamente la antigua iglesia parroquial de la Inmaculada Concepción y obligando a cambiar la ubicación de Argamasilla al emplazamiento actual.



La población alcanzó su apogeo a finales del siglo XVI, culminando con la concesión del título de villa por parte del rey Felipe III en 1612. En el siglo XVII la villa vivió otro momento de crecimiento con el establecimiento de numersosas familias moriscas, que se habían visto obligadas a emigrar tras la rebelión de las Alpujarras. Los nuevos vecinos aportaron todo su saber y conocimiento en técnicas de riego, de construcción y de cultivo.



El infante Gabriel, hijo del rey Carlos III, y prior de San Juan encargó la construcción del Gran Canal del Priorato de San Juan al prestigioso arquitecto Juan de Villanueva, que discurre por el centro de la ciudad, vivificándola y refrescándola. En los inicios del siglo XXI aún sigue funcionando dicho canal. Hasta no hace demasiado tiempo, su cauce estaba jalonado por numerosos molinos de agua.




En la actualidad la población cuenta con unos 7000 habitantes, que basan su economía en la agricultura y la ganadería, y en menor medida en la industria y el turismo.



Argamasilla se ubica cerca de las lagunas de Ruidera, cuyas aguas alimentan la presa y discurren canalizadas por el centro urbano de la villa. Próximo a la villa se levanta la vieja fortaleza medieval, el castillo de Peñarroya y el Pantano del mismo nombre.


La población también rinde homenaje a Alonso Fernández de Avellaneda, el enigmático y desconocido autor de la apócrifa segunda parte del Quijote.



En 1905 Azorín visitó la villa en el contexto del tercer centenario de la publicación de la novela. El resultado fue su obra La Ruta de Don Quijote. Aquí vino buscando el lugar de la Mancha de nombre olvidado y esto es lo que encontró.




Penetremos en la sencilla estancia; acércate, lector; que la emoción no sacuda tus nervios; que tus pies no tropiecen con el astrágalo del umbral; que tus manos no dejen caer el bastón en que se apoyan; que tus ojos, bien abiertos, bien vigilantes, bien escudriñadores, recojan y envíen al cerebro todos los detalles, todos los matices, todos los más insignificantes gestos y los movimientos más ligeros. Don Alonso Quijano el Bueno está sentado ante una recia y oscura mesa de nogal; sus codos puntiagudos, huesudos, se apoyan con energía sobre el duro tablero; sus miradas ávidas se clavan en los blancos folios, llenos de letras pequeñitas, de un inmenso volumen. Y de cuando en cuando el busto amojamado de don Alonso se yergue; suspira hondamente el caballero; se remueve nervioso y afanoso en el ancho asiento. Y sus miradas, de las blancas hojas del libro pasan súbitas y llameantes a la vieja y mohosa espada que pende en la pared. Estamos, lector, en Argamasilla de Alba y en 1570, en 1572 o en 1575. ¿Cómo es esta ciudad hoy ilustre en la historia literaria española? ¿Quién habita en sus casas? ¿Cómo se llaman estos nobles hidalgos que arrastran sus tizonas por sus calles claras y largas? Y ¿por qué este buen don Alonso, que ahora hemos visto suspirando de anhelos inefables sobre sus libros malhadados, ha venido a este trance? ¿Qué hay en el ambiente de este pueblo que haya hecho posible el nacimiento y desarrollo, precisamente aquí, de esta extraña, amada y dolorosa figura? ¿De qué suerte Argamasilla de Alba, y no otra cualquier villa manchega, ha podido ser la cuna del más ilustre, del más grande de los caballeros andantes?.

Todas las cosas son fatales, lógicas, necesarias; todas las cosas tienen su razón poderosa y profunda. Don Quijote de la Mancha había de ser forzosamente de Argamasilla de Alba. Oídlo bien; no lo olvidéis jamás: el pueblo entero de Argamasilla es lo que se llama un pueblo andante.



La Xantipa fue la anfitriona de Azorín. Las palabras que escribió el periodista sobre ella la han sentado en el sillón de la inmortalidad al lado de don Alonso Quijano.



La Xantipa tiene unos ojos grandes, unos labios abultados y una barbilla aguda, puntiaguda; la Xantipa va vestida de negro y se apoya, toda encorvada, en un diminuto bastón blanco con una enorme vuelta. La casa es de techos bajitos, de puertas chiquitas y de estancias hondas. La Xantipa camina de una en otra estancia, de uno en otro patizuelo, lentamente, arrastrando los pies, agachada sobre su palo. La Xantipa de cuando en cuando se detiene un momento en el zaguán, en la cocina o en una sala; entonces ella pone su pequeño bastón arrimado a la pared, junta sus manos pálidas, levanta los ojos al cielo y dice dando un profundo suspiro: -¡Ay, Jesús!


Y en la rebotica del señor licenciado don Carlos Gómez, se reunían los insignes Académicos de Argamasillas, aquellos sabios con los que conversó Azorín, fuerzas vivas del pueblo, depositarios de la historia y la veraz tradición oral de la villa.



Los miembros de Los Académicos de Argamasilla, que aquí celebraban sus veladas cervantinas, emulan a aquellos otros que ideó Cervantes, y que aparecen como autores de varios sonetos y epitafios con los que concluye la primera parte del Quijote; Monicongo, Paniagudo, Caprichoso, Burlador, Cachidiablo y Tiquitoc. Sus nombres indican la intención burlesca del autor.



Yo no he conocido jamás hombres más discretos, más amables, más sencillos que estos buenos hidalgos don Cándido, don Luis, don Francisco, don Juan Alfonso y don Carlos”. Azorín. La ruta de don Quijote CAP. V. Los Académicos de Argamasilla.



El Pósito de la Tercia fue creado en el siglo XVII por voluntad testamentaria de la vecina doña Ana Mondéjar, que dispuso fuera dotado con 800 fanegas de trigo. El edificio fue regentado por una Junta Administrativa que se encargaba de regular la recogida y entrega de los cereales que los campesinos traían hasta este edificio.




Sencilla en sus formas, la iglesia de San Juan Bautista, con el curioso descubierto, es el templo más destacado de Argamasilla.



Rubén Darío, el genial poeta nicaragüense visitó Argamasilla poco antes que Azorín, y como el periodista español también se hospedó en casa de la Xantipa. Darío escribió la crónica de su visita para el diario La Nación: Llevaba carta de presentación para un señor hidalgo que me resultó bachiller y letrado. Fue excelente y eficaz. Me condujo por la villa, y gracias a él conocí todas las calles y rincones del lugar que inmortalizó Cervantes por quererlo olvidar. Conocí al cura y al barbero. Conocí la casa en que habitó el bachiller Sansón, hoy propiedad de la vieja Ventura Gómez Carrasco y su primo Polonio, sus descendientes. Conocí también a descendientes del perilustre cura, que por más señas se llamaba Pérez. Y en la iglesia del lugar, que tiene honores de catedral, vi algo que verdaderamente merece atención muy especial. Es un retablo que no tiene el nombre del pintor. Representa una virgen entre dos santos, y abajo hay dos figuras, las de D. Rodrigo de Pacheco y su sobrina Marcela. La cabeza de él sobre la crespa golilla es del más puro s. XVI; tiene un poco de Cervantes, de un Cervantes joven y meditativo y un poco del Caballero de la Triste Figura. En cuanto a su sobrina, diré que es del más lindo rostro que poeta pudiera cantar y pintor iluminar de frescos colores. Debajo del cuadro está escrita la leyenda siguiente en anticuadas mayúsculas: «Apareció nuestra Señora á este Caballlero estando malo de una enfermedad gravísima, desamparado de los médicos, víspera de San Mateo de 1600. Y, encomendándose a esta Señora y prometiéndole una lámpara de plata, llamándola de día y de noche, de gran dolor que tenía en el cerebro de una gran frialdad que se le ovaló dentro». Hay que recordar que este D. Rodrigo Pacheco es el mismo que hizo encarcelar a Cervantes, por la razón de que el pobre ingenio vino a cobrarle una suma que debía. Parece que a lo del cobro se agregó el haberse enamorado D. Miguel de la Marcela maravillosa, de cuyo nombre quizá se acordó cuando pintó la figura de aquella pastora tan linda que describe en la novela de las novelas. Con la frialdad que tenía ovalada en el cerebro aquel tío celoso mandó encadenar a Cervantes, que bien pudo tomar algo de él para la creación de su personaje.



Parece clara la inspiración del blasón.





Y este es el lugar, del lugar, la Cueva Medrano. En el interior de esta cueva, que fue cárcel y bodega, sufrió presidio don Miguel de Cervantes Saavedra. En el pueblo no duda nadie que fue aquí donde alumbró el ingenioso hidalgo Alonso Quijano.



La cueva está conservada como si Cervantes fuera volver en cualquier momento. Julio Llamazares. El Viaje de Don Quijote.



Esta que véis de rostro amondongado, alta de pecho y además brioso, es Dulcinea, reina del Toboso, de quien fue el gran Quijote aficionado.



Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías.



Sancho Panza es aquéste, en cuerpo chico, pero grande en valor, ¡milagro extraño!. Escudero el más simple y sin engaño que tuvo el mundo, os juro y certifico.


El bachiller Sansón Carrasco, vecino y amigo del hidalgo caballero, cobra protagonismo conforme se va acercando el final de la novela. Si Quijote vivió en Argamasilla, es lógico suponer que también el Bachiller fuese también vecino de la villa.



El labrador lleva siglos trabajando esta tierra mano a mano con Deméter, Cibeles y Perséfone.



En Argamasilla de Alba y alrededores podemos apreciar y aproximarnos a la esencia del paisaje manchego. Un ubicación geográfica muy interesante, entre el Parque Nacional de las Tablas de Daimiel y el Parque Natural de las lagunas de Ruidera, los humedales manchegos, tan ricos en vistosa avifauna. En definitiva un enclave ideal para comenzar la ruta del Quijote. Yo hice la mía. Si coincide, coincide.



Este es ese lugar de la Mancha de nombre olvidado. Por las calles de Argamasilla quedaron impresas las huellas literarias de Cervantes, de Azorín, y espero que las mías. Cada rincón de esta pequeña y hermosa localidad manchega huele a Siglo de oro. Dulcinea, Sansón Carrasco, Teresa Panza y la Sobrina te acompañan mientras paseas por su rectas callas. No me esperaba encontrar un pueblo tan bonito y pintoresco en esta tierra ocre, de poblaciones anodinas y con un punto de melancolía y tristeza. Argamasilla rebosa vida. ¿Es esta la patria chica, olvidada por Alonso Quijano en una de sus enfebrecidas ensoñaciones?.



Esta región manchega tiene algo difícil de explicar (y si me apuran, de comprender) y de definir, que sin saber como te atrapa. El paisaje monótono de infinitas tonalidades de marrón, el viento incesante de cada día, el inmaculado cielo azul, inabarcable. Esos atardeceres interminables en los que el Sol baña los últimos destellos del día de la ondulada planicie y el ritmo ancestral de los hombres y de las mujeres del campo. Pueblos que parecen dormitar entre el medio día y las dos horas previas al ocaso, casas blancas y sencillas, más prácticas que coquetas, más recias que elegantes. Los inmensos campos de ceral y de vides, y la alargada figura de Alonso Quijano, y de todos los que le siguieron, Cervantes, Azorín, Orson Welles o más recientemente Terry Gillian. La inocente sonrisa de la Señora del Toboso o la honestidad bruta, cruda y honesta del fiel escudero. Una bodega, cueva o prisión, húmeda y aislada, ¿seguro que fue Don Quijote el que perdió la razón?. No, no ocurrió así. En realidad hasta la Cueva de Medrano llegó Alonso Quijano para contar sus aventuras al Príncipe de los Ingenios.


Todos los viajeros que llegan a Argamasilla de Alba, lo hacen siguiendo las huellas del Caballero de la Triste Figura. . .




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