El caminante abandona la ciudad de Burgos, cabeza y corazón de un condado que terminó convertido en Reino, y se dispone a errar durante un par de semanas por los interminables páramos y llanuras cerealistas castellanas. En estas tierras la peregrinación xacobea cobra el mayor, el más esencial y auténtico de los sentidos. Treinta y un kilómetros separan la portada gótica de la catedral burgalesa y la modesta entrada de la parroquia de la Inmaculada en Hontanas. Hoy más que nunca es imprescindible madrugar y comenzar a caminar antes que despierten los primeros rayos de sol.
Con cadencia de pasos, hoy entramos de forma definitiva, e irreversible, en la inabarcable Meseta Castellana. Un llano continuo que se pierde más allá de la línea del horizonte. Fértiles campos abrasados por el implacable sol estival. Son los campos de Castilla de Antonio Machado, aquellos por los que cruza errante la sombra de Caín.
La Meseta, con mayúsculas, te reta a que la atravieses, y culmines con éxito la travesía. Corazón, piernas y cabeza trabajando juntas por un objetivo.
En Burgos, como en otros lugares fin o inicio de etapa, dotados de buenos servicios de acogida, los grandes hitos jacobeos han eclipsado a los más modestos del Camino. Pero ese rumiante de soledades y proyectos que es el romero de hoy, cuando es auténtico, ha aprendido a apreciar lo que alguien, con acierto, llama “las perlas del Camino”: esos pequeños pueblos siempre próximos, que atendieron la marcha colectiva y lenta de los peregrinos de antaño. Es precisamente en estos lugares donde la comunicación oral, los recuerdos de jacobitas y apuntes del caminar, han contribuido a fijar costumbres y transmitirse anotaciones típicamente jacobeas.
Pablo Arribas Briones.
Los Pequeños Pueblos en el Camino de Burgos.
Revista Peregrino Nº 42.
Con el frescor de la mañana, y cierta parsimonia por nuestra parte, fuimos abandonando la gótica ciudad de Burgos (Gotham pero a los mesetaria). Pasamos por delante del solar del Cid y por el Hospital del Rey (hoy sede de la Universidad), ayer centro de acogida de peregrinos fundada por Alfonso VIII. Las pequeñas localidades jalonan la jornada, pueblos silenciosos y casi desérticos, Villalbilla apartada del Camino, Tardajos, a once kilómetros el lugar ideal para un desayuno (bocata y cerveza), Rabé de las Calzadas, Hornillos del Camino (segunda parada del día, piernas cansadas y sofoco generalizado) y por fin Hontanas (La Meca del día). Los tramos Rabé-Hornillos y Hornillos – Hontanas son muy áridos, y es necesario llenar la cantimplora antes de afrontarlos. Los últimos diez kilómetros, los que separan Hornillos de Hontanas, fueron terribles, con el Sol en todo su esplendor castigando a los romeros, que perdido el sentido y la consciencia, lo único que son capaces de hacer es seguir caminando.
De aquí en adelante el Camino se adentra por la estepa castellana. Quizá sean estos los kilómetros más solitarios de toda la Ruta, con la carretera distante y desde la que sólo puede alcanzarse el Camino con ocasión de algunos pueblos unidos por senderos vecinales. La planicie castellana se abre hoy como hace siete siglos, inmisericorde al viajero que se aventura por ella.
El abierto paisaje, con pequeñas lomas, tiene un poder interiorizador terrible en cuanto el caminante se habitúa a estar rodeado por la Naturaleza totalmente. Ahora, el Camino, más que nunca, es andar. Para el que se anima a hacerlo el profundo conocedor que es Eusebio Goicoechea en su Ruta Jacobea da un solo consejo: “En cruce con otros caminos o veredas, seguir siempre recto por el camino más ancho”. Impresionante.
El Camino iniciatico de Santiago.
Juan Pedro Morin Bentejac y Jaime Cobreros Aguirre.
Los campos de Castilla imponen su ley. Treinta kilómetros por estos páramos (en invierno o en verano) ponen a prueba a los más fuertes y valientes. Es como caminar por un duro desierto pedregoso, mucho calor y poca agua. Pasado el medio día transitar por aquí es agobiante y desesperante. Es un poco una locura, de esas que hay que hacer al menos una vez en la vida.
“En algún lugar de un gran país
olvidaron construir, un hogar
donde no queme el Sol
y al nacer no haya que morir”.
La mítica canción En Algún Lugar, de Duncan Dhu, se adapta perfectamente a estos páramos infinitos. Mientras camino entono la canción.
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