viernes, 4 de abril de 2025

FERNANDO JIMENEZ DEL OSO NOS PRESENTA A DRÁCULA.

 



Han pasado cien año y ahí sigue, como un monumento indiferente al tiempo, ajeno a las torpes insidias de los débiles humanos, tan solitaria y eterna como su protagonista. Definida por alguno como la mejor novela jamás escrita, Drácula, sin ser tanto, es mucho más de lo que sus lectores imaginan. No por su envoltura, realmente excepcional, sino por su contenido, por el caudal oscuro de aguas abisales en el que una parte de nosotros se halla sumergida. Todos estamos ahí, compartiendo inconfesables anhelos, ansias primigenias nacidas de nuestro paleocerebro. No es el adusto conde el enemigo, no es la muerte quien triunfa, es la vida en su estado puro, el impulso del predador para el que no existe otra norma que su propio instinto, la urgente y libre manifestación de sus pasiones.

Domesticados, con los lícitos deseos ancestrales reprimidos, no podemos hacer otra cosa que envidiar secretamente a quien, como Drácula, ha vencido a la muerte y ejerce su imperio sobre el mundo de la noche, de espaldas a la luz, a la consciencia. Él es un símbolo, una clave por pocos entendida: la vida plena es imposible sin asumir nuestra sombra, sin incorporar nuestra parte oscura. Condicionados por la razón de los social, tan necesaria como manipuladora, hemos terminado por entender que nuestro objetivo es la luz, olvidando que sin la oscuridad no existe. Delegamos nuestra bipolaridad en arquetipos, enfrentamos a dioses y demonios sin pensar que así la lucha será eterna, sin solución posible, porque el uno sin el otro pierde su sentido. El final, si hay un final, no llegará por la victoria de la luz o de las tinieblas, habrá de venir por la conjunción de ambas en un coyunda reconciliadora que junte lo que nunca estuvo separado. La lección no está en los agudos colmillos, ¿o eran incisivos?, no está en la succión del principio de la vida que la sangre expresa; está en la entrega mutua, en la unión que, por inevitable, a ambos beneficia. Lo demás; la cruz, la estaca o los poco elegantes collares de liliáceas, son sólo recursos para pusilánimes, para pacatos con miedo de vida.

Yo hace tiempo que me entregué gustoso al mordisco de mi sombra...y aquí estoy, esperando a ver que pasa.



Drácula Señor de las Sombras, por Jiménez del Oso.

Fascinante, con una carga simbólica que hace de él casi un arquetipo, el personaje creado por Abraham Stoker se ha convertido en una de las criaturas literarias más populares....y menos comprendidas. Llevada al cine en inumerables ocasiones es, pese a todo, una extraordinaria novela que pocos han leído. Autor y protagonista son analizados con rigor en un artículo que proporcionará al lector pistas para adentrarse en el sugestivo mundo de la Ghost Story.

"Hubo una vez un adolescente al que la vida había concedido dones tan inapreciables como un viejo sillón, un cuarto cuya puerta podía cerrarse y una reducida familia de hábitos tranquilos y respetuosa de la intimidad ajena. Eficaz en sus estudios sin dedicar demasiado tiempo a ellos, el aprendiz de hombre disponía de algunas horas cada día para aquellas actividades que más le complacían y en las que no solía contar con otro compañero que si mismo. La magra biblioteca de su padre, heterogénea y ausente de lomos gofrados, como corresponde a quien ama más la lectura que los libros, sirvió, complementada por un número ingente de tebeos, para nutrir aquel inmaduro intelecto durante unos años... hasta que un día, el más nefasto de los días, la novela gótica entró en su vida y el muchacho sucumbió en las innobles redes de su encanto. Estremecido y gozoso, temiendo y deseando el horror que aguardaba entre sus páginas, fue comprando en librerías de lance cuanto libro de terror le permitía su escasa economía. Y aún arrastró esa enfermedad durante décadas, mientras el cabello huía de su cabeza - tal vez harto de tanto erizarse - y el rostro se le cubría de encanecida barba. Incluso ahora, padre responsable y miembro de una digna profesión, aguarda el momento preciso, cuando la casa está en silencio y todos duermen, para someterse de nuevo al vicio inconfesable de tan nefanda lectura".

Así empezaba uno de los muchos artículos que he escrito sobre Drácula. Salvo un error de transcripción, ahora corregido, que calificaba pedantemente como "magna" la biblioteca de mi padre, cuando solo era magra, esto es, "flaca o enjuta, con poca o ninguna grosura", la mantengo íntegra, ya que, aunque con menos asiduidad, persevero en tan malsana afición. También mantengo el resto del artículo con alguna mutilación que en nada afecta al contenido. Lo he preferido así, porque al cumplirse el centenario de la edición europea de la célebre novela y viéndome en el compromiso afectivo de conmemorar el nacimiento de mi personaje favorito, tras ojear lo ya antes escrito buscando inspiración y datos, me encontré con este artículo y leyéndolo concluí en que nada nuevo podía añadir sin que fuera un adoso superfluo y nada merecía cambiarse; así pues, en lugar de escribir otro, exhumo éste, en la confianza de que será inédito para muchos lectores y releído sin encono por los que hace años lo leyeron. De esta forma, además del homenaje a Bram Stoker, me hago un homenaje a mí mismo.

Drácula, el mito.

Su cara era fuerte, muy fuerte, aguileña, con un puente muy marcado sobre su fina nariz y las ventanas de ella especialmente arqueadas; con una frente alta y despejada y el pelo gris le crecía escasamente alrededor de las sienes, pero profusamente en otras partes. Sus cejas eran muy espesas, casi se encontraban en el entrecejo, y con un pelo tan abundante que parecía encresparse por su misma profusión. La boca, por lo que podía ver de ella bajo el tupido bigote, era fina y tenía una apariencia más bien cruel, con unos dientes blancos peculiarmente agudos; éstos sobresalían sobre los labios, cuya notable rudeza mostraba una singular vitalidad en un hombre de su edad. En cuanto a los demás, sus orejas eran pálidas y extremadamente puntiagudas en la parte superior; el mentón era amplio y fuerte, y las mejillas firmes, aunque delgadas. La tez era de una palidez extraordinaria". Tal es parte de la descripción, tras su primer encuentro, hará Jonathan Harker de Drácula en su diario. Claro está que con el transcurso de los días irá añadiendo nuevos y aún más repulsivos detalles sobre la apariencia y carácter de su anfitrión. No obstante, en este retrato se refleja ya algo que el resto de los personajes y, por ende, el propio autor, sintieron ante el conde Drácula; la fascinación. Aunque poseedor de casi todos los atributos negativos, el noble eslavo reúne las características de héroe y, como tal, despierta en el lector un afán, no siempre reconocido, de emulación.

Al modo de un protagonista de tragedia griega, él es víctima de su detino y lo asume dignamente. Aquellos que sólo ven en Drácula su hematofilia, su desmedido ansia por la sangre, están dejando de lado los aspectos más interesantes de su personalidad. Pese a ser comparado con un insaciable vampiro, su sed es más simbólica que alimenticia, porque en la novela la sangre no es otra cosa que la vida misma; y no de una forma genérica, despersonalizada, sino con atributos que van más allá de lo físico. En el beso del vampiro literario se succiona la vida y la voluntad de ser, se toma del alma. Drácula no es el villano engominado de la Universal, es el seductor en su dimensión más elevada. No asalta a sus víctimas femeninas, elegidas cuidadosamente, sino que espera a que ellas se ofrezcan a sus colmillos totalmente fascinadas, anhelantes por compartir un éxtasis más allá de lo ordinario, en el que lo sexual se sublimará con la máxima entrega: la del Yo. El personaje creado por Stoker es la tentación, la imagen oscura del hombre. Él ha alcanzado la cota máxima de libertad en su reino de sombras, del que es emperador indiscutible. Domina a los seres de la noche, a las fuerzas tenebrosas que amedrentan a los hombres comunes, y, libre de afectos o conceptos morales, no tiene otro compromiso que el que su voluntad le depara en cada instante. Es la fuerza de los inconsciente, de lo habitualmente reprimido, que surge espléndida, rompiendo todas las barreras. Él es lo que los demás quisiéramos ser si tuviéramos valor para ello. Pero el mundo construido por los hombres es como es y no de otra forma. Frente al poder de Drácula y su universo sombrío, se levanta el bien, representado en la novela por los símbolos convencionales de la religión asociados a la luz de la consciencia: el Sol. Forzosamente, el protagonista sucumbe ante la norma establecida, ante un bien que en la ficción literaria no tiene otra fuerza que la de lo socialmente asumido. Drácula no muere por sus hábitos hematófagos, sino por su condición de elementos desestabilizador.

Habría que preguntar a Bram Stoker, su creador, qué razones le llevaron a inclinar la balanza en favor de la norma, a sacrificar la trágica grandeza de su personaje en aras de un orden cuya validez él mismo cuestionaba.

REVISTA ENIGMAS 1997. CIEN AÑOS DE DRÁCULA.

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