domingo, 11 de febrero de 2018

EL CANTAR DE ROLDÁN




El 14 de Octubre de 1066 se enfrentaron en Hastings el rey anglosajón Harold II y el duque de Normandía William the Conqueror. En los momentos previos al trascendental combate, el juglar Taillefer, para enardecer a las tropas normandas, recitó los versos que cuentan la heroica resistencia y la dramática muerte de Roldán, el paladín franco emboscado en la batalla de Roncesvalles.

Locura fuera -responde Roldán-. Perdería por ello mi renombre en Francia, la dulce. Muy pronto habré de asestar recios golpes con Durandarte. Sangrará su hoja hasta el oro del pomo. Los viles sarracenos vinieron a los puertos para labrar su infortunio. Os lo juro: a todos les espera la muerte.



El Cantar de Roldán – Chanson de Roland – es el Cantar de Gesta por excelencia, obra fundamental de la literatura francesa y también uno de los más hermosos. La base histórica es la emboscada que el ejército de Carlomagno sufrió en el desfiladero de Roncesvalles a manos de los vascones. Pero esto es poesía y romance no historia bélica para llenar viejos manuales, es la novelización de una campaña militar. Tres siglos separan la acción narrada del texto escrito (podemos establecer un paralelismo con la Guerra de Troya y la Ilíada), la tradición oral se encargó de dar forma a la versión definitiva, adornó, deformó, exageró, olvidó unos detalles e inventó otros, y la batalla acabó convertida en un excelso poema, y la historia quedó como algo meramente residual.

Altos son los montes y tenebrosas las quebradas, sombrías las rocas, siniestras las gargantas. Los franceses las cruzan ese mismo día, con grandes fatigas. Desde quince leguas de distancia, se oye el ruido de la marcha de las tropas. Cuando llegan a la Tierra de los Padres y avistan Gascuña, dominio de su señor, hacen memoria de sus feudos, de las jóvenes de su patria y de sus nobles esposas. Ni uno de ellos deja de verter lágrimas de enternecimiento. Más aún que los otros, se siente pleno de angustia Carlos: ha dejado en los puertos de España a su sobrino. Lo invade el pesar y no puede contener el llanto.

Los vascones se convirtieron en sarracenos y se introducen dos pulsiones muy humanas, la traición y la venganza. Los francos son atrapados en el Pirineo por la traición de Genalón y tras la muerte de Roldán, el emperador Carlomagno se tomará justa venganza matando al emir musulmán en combate singular. De esta manera, el Cantar de Roldán, se nos muestra como un episodio más de la lucha eterna entre Cristianismo e Islam, Occidente contra Oriente, y el Bien contra el Mal.

Os lo voy a decir -responde Ganelón-. Partirá el rey hacia los mejores puertos de Cize; dejará su retaguardia a sus espaldas. Con ella quedará el poderoso conde Roldán y Oliveros, en quien tanto confía éste, al mando de veinte mil franceses. Enviadle cien mil de los vuestros para darles la primera batalla. Las huestes de Francia hallarán gran quebranto, aunque también habrán de sufrir los vuestros, no lo niego. Mas entablad luego la segunda batalla: ya sea en la una o en la otra, no habrá de salvarse Roldán. Habréis llevado a cabo, entonces, una gran proeza y nunca en vuestra vida volveréis a tener guerra.

El autor o, mejor dicho, autores, dibujan a los protagonistas de la trama. En palabras de Riquer-Valverde: “El acierto estriba en que los tipos del cantar están matizados de tal suerte que se advierte su humanidad y no quedan relegados a la categoría de paradigmas de virtudes y vicios”.

El emperador se halla en un gran vergel: junto a él, están Roldán y Oliveros, el duque Sansón y el altivo Anseís, Godofredo de Anjeo, gonfalonero del rey, y también Garín y Gerer, y con ellos muchos más: son quince mil de Francia, la dulce. Los caballeros se sientan sobre blancas alfombras de seda; los más juiciosos y los ancianos juegan a las tablas y al ajedrez para distraerse, y los ágiles mancebos esgrimen sus espadas. Bajo un pino, cerca de una encina, se alza un trono de oro puro todo él: allí se sienta el rey que domina a Francia, la dulce. Su barba es blanca, y floridas sus sienes; su cuerpo es hermoso, su porte altivo: no hay necesidad de señalarlo al que lo busque.



Roldán es el héroe, un joven guerrero algo tozudo. La temeridad le conducen a una muerte segura al luchar contra un enemigo superior y considerar un acto de cobardía pedir ayuda al emperador. Olivero, amigo y colega de armas de Roldán, valiente y sensato. “Rollant est proz e Oliver est sage”.



Roldán es esforzado y Oliveros juicioso. Ambos ostentan asombroso denuedo. Una vez armados y montados en sus corceles, jamás esquivarían una batalla por temor a la muerte. Los dos condes son valerosos y nobles sus palabras.



Ganelón es el padrastro de Roldán y el traidor que condujo al ejército franco hacia el desastre. A pesar de todo no es una persona ni vil ni cobarde.

Y el conde Ganelón se siente penetrado por la angustia. Retira de su cuello las amplias pieles de marta, descubriendo su brial de seda. Sus ojos son veros, su rostro altivo; noble es su cuerpo y su pecho amplio: tan hermoso se muestra que todos sus pares lo contemplan.



Carlomagno es el soberano supremo de la Cristiandad, protegido permanentemente por Dios, su señor feudal.

Buen motivo tengo para maravillarme -añade el infiel-. Carlomagno es viejo y blanca su cabeza; en mi opinión, debe tener más de doscientos años; por tantas tierras ha llevado a la lucha su cuerpo, ha recibido tantos tajos y lanzazos, tantos opulentos reyes se han convertido por su culpa en mendigos, ¿cuándo se cansará de guerrear?

Nunca -responde Ganelón-, mientras viva su sobrino. No hay hombre más valeroso que Roldán bajo el firmamento. Y también es varón esforzado su amigo Oliveros. Y los doce pares, que tanto ama Carlos, forman su vanguardia con veinte mil caballeros. Carlos está bien seguro, no teme a ningún ser viviente.



El arzobispo Turpín es una clérigo que lucha como el más valiente de los soldados. Muere poco antes que Roldán.

Por otro lado, he aquí que se acerca el arzobispo Turpín. Espolea a su caballo y sube por la pendiente de una colina. Interpela a los franceses y les echa un sermón:

-Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí: Por nuestro rey debemos morir. ¡Prestad vuestro brazo a la cristiandad! Vais a entablar la lucha; podéis tener esa seguridad pues con vuestros propios ojos habéis visto a los infieles. Confesad vuestras culpas y rogad que Dios os perdone; os daré mi absolución para salvar vuestras almas. Si vinierais a morir, seréis santos mártires y los sitiales más altos del paraíso serán para vosotros.



Alda es la novia de Roldán, que cae fulminada al conocer la muerte de su amado.

Pierde el color y cae a los pies de Carlomagno. Ha muerto al instante; ¡Dios se apiade de su alma! Los barones franceses no escatiman por ella llanto y lamentaciones.



El momento más dramático del cantar es cuando Carlomagno descubre el desastre y se siente culpable por no haber estado allí luchando junto a sus hombres.

Ha muerto Roldán; Dios ha recibido su alma en los cielos. El emperador llega a Roncesvalles. No hay ruta ni sendero, ni un palmo ni un pie de terreno libre donde no yazca un franco o un infiel. Y exclama Carlos:

-¿Dónde estáis, gentil sobrino? ¿Dónde está el arzobispo? ¿Qué fue del conde Oliveros? ¿Dónde está Garín, y Gerer, su compañero? ¿Dónde están Otón y el conde Berenguer, dónde Ivon e Ivores, tan caros a mi corazón? ¿Qué ha sido del gascón Angeleros? ¿Y el duque Sansón? ¿Y el valeroso Anseís? ¿Dónde está Gerardo de Rosellón, el Viejo? ¿Dónde están los doce pares que aquí dejé? ¿De qué le sirve llamarlos, si ninguno le ha de responder?

-¡Dios! -dice el rey-. ¡Buenos motivos tengo para lamentarme! ¿Por qué no habré estado aquí desde el comienzo de la batalla?

Y se mesa la barba, como hombre invadido por la angustia. Lloran sus barones y caballeros; veinte mil francos caen por tierra sin sentido. El duque Naimón siente por ello gran piedad.

Con la ayuda de Dios, el emperador Carlomagno vengará la muerte de su sobrino con otra muerte.


Cuando Carlos escucha la santa voz del ángel, desecha todo temor; sabe que no habrá de perecer. Al momento recobra vigor y discernimiento. Golpea al emir con la espada de Francia. Le parte el yelmo, en el que fulguran las gemas, le abre el cráneo, derramándole los sesos y, luego de hendirle la cabeza toda hasta la barba blanca, lo derriba muerto sin esperanza.


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