Querido Golf Óscar Delta: Me alegra que existas. Me alegra que se confirme la ecuación visionaria de Frank Drake sobre la estimación de civilizaciones en la Vía Láctea. Me alegra haber conocido a un paisano que trabajó de limpiador en el gigantesco radar de la Universidad de Cornell y me adiestró en las claves de la radioastronomía. Me alegra que tengas sentido del humor, por esa despedida en tu mensaje: “Si el teléfono no suena, soy yo”.
El planeta no
se llama Galicia. El planeta es Tierra. Galicia es mi tierra, dentro
de la Tierra. Pero Galicia está y no está en Galicia. Es un lugar y
un deslugar. Como lugar, Galicia es pequeña. Bueno, depende. Es
suficientemente grande. Galicia está al oeste de Europa, en la
península Ibérica. Forma parte de España, con un Gobierno
autónomo, y está al norte de Portugal. El gallego es español
tranquilamente, pero si se pone tremendo puede exclamar: “¡Menos
mal que nos queda Portugal!”.
A los
gallegos les gusta poner nombres. Los geógrafos antiguos llamaban
“bellas durmientes” a los territorios incógnitos. Una bella
durmiente se despierta cuando le pones nombre. La tierra gallega,
desde las montañas orientales hasta los fondos marinos, es un
manuscrito miniado que no tiene margen en blanco. La toponimia es
nuestra obra maestra literaria. La letra de un cósmico hip-hop. En
un lenguaje estándar utilizamos 3.000 o 5.000 palabras. Sólo en
cuanto a núcleos de población, la mitad del total de España, hay
250.000 nombres de lugar, y sin incluir bares, bodegas, mesones y
tabernas, que eso ya es un mapamundi, una obra abierta, una gran
estela de la emigración retornada. Eso explica que en la ronda de
bares por un pueblo, digamos Vimianzo, pases del London al
Montevideo, y del Montevideo al Zúrich, y del Zúrich al Happy Day,
y de allí al Hilton, para terminar en el Por la Vía Rápida. El
señor Ricardo, que atiende la barra, fue boxeador en Venezuela. A
los clientes les trata de intelectuales, sea cual sea el oficio. Si
un día vienes, con tus orejas puntiagudas y tus ojos de pez, de gran
angular, el señor Ricardo te dirá con toda naturalidad: ¿qué le
pongo, señor intelectual?.
Me gustaría
regalarte por radioastronomía algunos topónimos de aldeas
siderales. Tenemos un Transmundi. Y un Extramundi. Y valles que
llevan el nombre de Mar, Amor, Ouro o Silencio. Y un Pico Sacro y una
Boca do Inferno. Uno de mis preferidos es el de una floresta rayana
con Portugal: A Fraga de Escuro Vermello (El Bosque de Oscuro Rojo).
Mi bosque marciano en Galicia.
El ser vivo
con más nombres en Galicia es el vagalume. Para la ciencia,Lampyris
nocticula. La luciérnaga. Vagalume significa fuego errante. Pero se
han recogido casi cien denominaciones. Algunas preciosas, todas
metáforas:vella do caldo, lucencú, verme da noite, corcoño… ¿Por
qué esta fijación del gallego hacia este pequeño insecto? Todas
las formas emiten luz, incluso los huevos. Pero la luminosidad es
especialmente intensa en la hembra. La más hermosa oración laica,
de Aquilino Iglesias Alvariño, dice: “Danos, Señor, un techo bajo
el que cantar y un camino de luciérnagas…”.
Galicia,
desde el cielo, a medida que reduces la distancia sideral, puede
verse como una congregación de luciérnagas. Ciudades, pueblos,
aldeas, lugares, hasta ese cuarto de millón de núcleos habitados,
muestran una puntillosa intervención humana en un paisaje de
pizarra, piedra, ve rdor y mar. Mucho mar. Galicia tiene 30.000
kilómetros cuadrados de superficie y 1.200 kilómetros de costa. El
mar peleón de los altos acantilados y el mar que penetra por las
venas, tierra adentro. Nuestro mejor camino. Casi todo llegó y se
fue por el mar. Al Norte hay una isla que se llama Irlanda. Enfrente,
un gran continente que se llama América. Las luciérnagas tienden a
apagarse en el interior. Van concentrándose en la orla del mar. Por
un lado, Galicia se despuebla. Las dos grandes urbes gallegas, Vigo y
A Coruña, nacieron siendo nidos de pescadores. Ahora son polos de
una gran ciudad difusa. No es ciencia- ficción. Pronto veremos una
ciudad, quizá llamada Atlántida, que se extenderá desde Ferrol
hasta Oporto.
Ese movimiento de luces, que se dispersan y agrupan, refleja una
encrucijada sociológica. Cortocircuitos culturales. Contrastes y
fusiones estéticas. Un gran puerto con retaguardia campesina. Una
gran aldea que desciende al mar. Atlántico Norte Mediterráneo.
Clima variable, gallego variable, Galicia variable. Por una carretera
de curvas, un coche turbodiésel adelanta a un tractor que adelanta a
un carro. Aceleración. Derrapaje. Sirenas. Tanatorios. Hiperferias.
Verbenas. Pinchadiscos. Arqueología industrial. Pop-feísmo
arquitectónico. Museo etnográfico. Body-art. Ondiñas veñen,
ondiñas van. Piedras eternas. Puedes observar todo eso a la vez con
tus ojos de pez, de gran angular.
El
antropólogo dice: “Galicia es un mundo”. El gallego, cuando se
pone cascarrabias, dice que Galicia es el culo del mundo. Sería un
bonito culo. Cualquier parte del mundo puede ser el culo del mundo.
Depende. Hay días. Hay siglos buenos y malos. Durante mucho tiempo,
para las civilizaciones mediterráneas, Galicia fue el fin de la
Tierra. Tenía enfrente el Mar Tenebroso, o sea, el Atlántico, y ahí
se acababa todo, salvo para los de Fisterra, que creían que el cabo
era el muelle de embarque hacia el más allá. Se cuenta que Julio
César, el jefe del gran Imperio Romano, se acercó al far west
gallego para ver cómo moría el sol crepitando en la fragua del
océano, etcétera. Aquel imperio se hundió, pero Fisterra sigue
ahí. Con su muelle, su faro legendario, una sirena que mugía en la
bruma como una vaca y un cementerio futurista en el cabo.
Ahora,
Galicia es y no es un far west. Un tal Pedro Fariña cobró,
en 1736, 3.000 reales por llevar una carta urgente desde Santiago
hasta Madrid. Regresó a los 18 días. Ese problema, el del
transporte por carretera, se ha resuelto. Pero continúa pendiente el
ferroviario. Se habla del tren como en la California del siglo XIX. Y
tenemos un veterano presidente que admira a Búfalo Bill. Cada vez
que se pone en duda su indudable buena salud, la fauna autóctona
tiembla, porque sale de caza para acallar rumores. Ése es un toque
far west.
Cuando se
explica, parece que el gallego tiene que luchar contra la idea de
Galicia como tierra remota. La distancia, tú lo sabes muy bien, es
algo subjetivo. Oí a un campesino describir así el destino de dos
de sus hijos, emigrantes: “Uno anda cerca, por Buenos Aires; el
otro, lejos, en un sitio muy raro, Francfort o algo así”. Él
sabía lo que quería decir. ¿Hay periferia y centro en el universo?
Es una idea que tiene que ver con el poder.
En Galicia
vivimos 2,8 millones de humanos, 1 millón de vacas, 500 lobos, 1 oso
ilocalizable y 500 millones de árboles. Sólo de manzanos hay 77
variedades. ¿Quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos? Es
una buena pregunta y el título de una canción del grupo musical más
gamberro del rock español del siglo XX, los gallegos de Siniestro
Total. Sobre todo gracias al mar, el mejor camino de la antigüedad,
la humanidad gallega es un aluvión de aliens. Una tierra de llegada.
Las primeras noticias hablan de los kallaikoi, que
significaría algo así como: los que viven entre las piedras. Los
célticos. Los romanos, que pusieron el nombre: Gallaecia. Los
bretones de Maeloc. Los suevos, que en Galicia, según bonita frase
del historiador Sánchez Albornoz, “abandonaron la espada y tomaron
el arado”. Fueron derrotados, claro, por los visigodos. Los judíos.
Los musulmanes. Los gitanos. Los maragatos. En el siglo XVIII, son
catalanes los que impulsan la industria pesquera, y vascos, la de
curtidos. Pero, sin duda, el alien más célebre es el apóstol
Santiago, un pescador palestino discípulo de Jesucristo (de quien ya
te informé en el primer mensaje). El hallazgo de su sepulcro dio
lugar, por motivos religiosos, a la primera gran ruta turística del
mundo: el Camino de Santiago. El descubrimiento lo hizo un tal Paio,
hace mil y pico años, y no el actual presidente, como algunos creen.
Durante siglos, Galicia fue lo que ahora llamamos un centro
cosmopolita. Además de peregrinar, aquí se establecieron francos,
genoveses, flamencos, provenzales… Es curioso. El primer texto
escrito en gallego del que se tiene noticia aparece en un poema de
autor provenzal: Rimbaud de Vaqueiras. Es un poema de amor.
La historia
se enreda muchísimo. Se reinventa hasta el disparate. El palestino
Santiago, decapitado por el poder romano, es convertido por el poder
de la época en patrón de España y capitán matamoros. Te cuento
esto porque en la tradición popular hay un cierto desapego por la
historia y una confusión bastante más divertida que las doctas
manipulaciones. Se escribe, con asombro, que “los gallegos no se
reconocen en sus antepasados gentiles”. Los habitantes de los
castros (poblados prerromanos, célticos) habrían sido losmoros.
Digamos que Galicia es celta a partir del siglo XIX, cuando la
historiografía romántica crea el mito del fundador Breogán, y más
aún cuando a principios del siglo XX se funda el Celta de Vigo, club
de fútbol. Pero un texto muy antiguo, de un tal Estrabón, describe
a los kallaikoi como melenudos y amantes de la danza y la
cerveza. Como los de mi generación en el I Festival de Música Celta
de Ortigueira.
A mí me
gusta esta visión un poco cómica de la historia. Recuerdo una
conversación sobre el origen del puente en un pueblo. Uno de los que
discuten afirma muy convencido: “La mitad del puente es goda, y la
otra mitad, visigoda”. Una vez desengañado, el hombre sentencia:
“La cagué, pero mantengo la cagada”.
Todos somos
aliens. La más hermosa definición de gallego la dio un viejo
emigrante entrevistado en televisión. Le preguntaron: “¿Está
usted orgulloso de ser gallego?”. El hombre miró al público, miró
luego a la cámara y dijo: “Estoy muy orgulloso porque gallego,
gallego, lo puede ser cualquiera”. O esta otra frase, de un
marinero que ahora trabaja de operario del ferrocarril en Nueva
Zelanda: “Vi tanto mundo que soy más gallego que nadie”.
Y es que la
historia de nuestros aliens tiene una segunda parte. El país de
llegada se convirtió en el país del adiós.
La estrella
más popular en la tradición gallega es Venus. Tiene muchos otros
nombres: Lucero, Estrella de la Mañana, Estrella de la Claridad,
Estrella de la Abundancia o Estrella Panadera. En San Salvador de
Bahía, en Brasil, había una panadera gallega que se llamaba
Estrella. Al escritor Jorge Amado le gustaba mucho aquel pan.
La
fotografía más famosa de la historia de Galicia es la de una
despedida. Un tío y un sobrino lloran en el puerto de A Coruña.
Lloran porque los suyos se van. A veces pienso que también lloran
porque ellos no se van.
La palabra
clave hoy en el planeta es globalización. Mundialización. La Tierra
como aldea global. Se habla mucho de mercancías e información, pero
el rasgo más definitorio de esta época son las migraciones, los
éxodos masivos de gente de países pobres o en guerra hacia las
fronteras de la abundancia. Galicia pertenece hoy a ese mundo de la
abundancia, aunque sea como periferia del pastel. En cifras
oficiales, y en parámetros europeos, en Galicia hay medio millón de
personas que viven en la pobreza relativa, y un 5% de la población,
en la extrema pobreza. Esto explica que la llegada de inmigrantes sea
todavía mínima. Es muy escasa la oferta de empleo. Y el inmigrante
busca, en todas partes, pan y libertad. Así de sencillo. Como hizo
el gallego.
Es un
momento muy contradictorio. Galicia está en el mismo lugar
geográfico, pero ha cambiado de lugar en el mundo. Hace cincuenta
años salían transatlánticos de A Coruña y Vigo cargados de
emigrantes hacia Buenos Aires. En la embajada y los consulados de
España en Argentina forman ahora largas colas los descendientes de
gallegos. Se ha invertido la dirección de la flecha hacia la Tierra
Prometida. Al mismo tiempo, miles de jóvenes gallegos han marchado
en los dos últimos años a Canarias a trabajar en la construcción o
en la hostelería. La novedad es que también, y a veces por delante,
van empresarios.
Galicia es
aldea global desde hace tiempo. Por la intensa emigración durante
dos siglos, y hasta ayer mismo. Y por el trabajo en los mares. La
flota pesquera es la primera en Europa, y hay barcos gallegos, o de
sociedades mixtas, allí donde hay que pescar. Luis Menéndez, que ha
recorrido el mundo siguiendo el rastro de la emigración gallega,
cuenta la historia bastante alucinante de un juez de Nueva York. Se
llama Segundo Díaz. Nació en una aldea rural, en Ourense. Trabajó
de maletero en el hotel Lisboa de Vigo. Se embarcó y recorrió todos
los mares, desde Shanghai hasta Rotterdam. Tenía un billete de 100
dólares en el bolsillo cuando decidió quedarse en Baltimore y
emprender una nueva vida. Trabajó de descargador, de limpiador, de
mozo de gasolinera. Por las noches estudió derecho. Ejerció de
abogado. Luego hizo la carrera judicial. Cuando se lo encontró
Menéndez era juez presidente de la corte de Elizabeth. Y le expuso
un sueño: volver a Galicia como navegante solitario.
Detrás de
la vida de muchos emigrantes hay una novela de dolor e ilusión. A
veces tiene la forma de unas lápidas de mineros, en West Virginia,
al pie de los Apalaches; a veces, el rostro hermoso de una mujer, en
un taller de Londres, que hace invisible mending (zurcido invisible)
en la codera de una chaqueta de Dustin Hoffman. La mayor ciudad de
Galicia continúa siendo Buenos Aires. El mayor cementerio de
Galicia, el de Cristóbal Colón, en La Habana. Más de dos millones
de gallegos emigraron durante el siglo XX. El éxodo había comenzado
en forma masiva con las hambrunas de mediados del siglo anterior,
provocadas por la peste de la patata, como en Irlanda. Ahora hay
elecciones y se discute sobre las garantías del voto de los
emigrantes censados. El resultado parece que va a depender, en buena
forma, de la Galicia de la diáspora. La oposición denunció que en
la anterior elección votaron algunos muertos. Creo que no es justo.
De votar, deberían votar todos los muertos. Celebrar mítines y
colocar urnas en lo que Rosalía llamó “el inmenso camposanto de
La Habana”.
A principios
de los años sesenta, una joven marcha desde una aldea gallega hacia
París. Trabaja duramente, en la limpieza. Vive la soledad. Al poco
tiempo, ante el espejo, ve que le ha salido una mancha en la cara.
Ningún médico es capaz de sacarla. La primera vez que regresa a
Galicia de vacaciones, años después, le desaparece la mancha. Al
volver a París, la mancha reaparece. Se casa con un obrero
metalúrgico. Tienen una hija. Cuando van de vacaciones a Galicia, a
la madre le desaparece la mancha. Cuando ya es adolescente, a la hija
no le atrae ese viaje. Al llegar a Galicia le aparece una mancha.
Dentro del
mundo de la emigración europea hay otras en sentido contrario. Son
los hijos, educados como ingleses, franceses, alemanes o suizos, los
que quieren finalmente volver. En la red hay un portal donde
contactan hijos y nietos de emigrantes gallegos con diferentes
experiencias (www.fillos.org).
Los gallegos
somos como nos ven los demás, y al contrario. Son también los
chistes de gallegos. En nuestros chistes, de pequeños, los gallegos
eran unos fenómenos. Me gustaba mucho uno de un gallego capturado
por una tribu caníbal. Mientras le cocían en la olla, el gallego
pedía más sal y se comía las patatas de la guarnición. Al salir
fuera de Galicia descubrí con sorpresa que, en los chistes de
gallegos, los gallegos eran muy torpes. Después sabes que siempre es
así. La historia se repite. El pobre sale siempre malparado. “¡Oiga,
que soy pobre, pero honrado!”. Y el otro responde: “Las
desgracias nunca vienen solas”.
Recuerdo una
lectura de joven que me impactó mucho. Era una antología de textos,
recogida por Xesús Alonso Montero en 1974, sobre lo que autores
españoles o extranjeros había escrito sobre Galicia. Predominaban
apuntes tremendos. Yo admiraba, y admiro, a algunos. Por eso la
conmoción fue mayor. Por ejemplo, Mariano José de Larra dejó
escrito: “El gallego es un animal muy parecido al hombre, inventado
para alivio del asno”. Algunos autores del Siglo de Oro, como
Góngora, Lope de Vega o Quevedo, eran especialmente hirientes. Más
lecturas. Más impresiones de una identidad negativa. Para Paul
Lafargue, autor de una obra simpática, El derecho a la pereza, el
gallego es de una estirpe maldita por su sumisión al trabajo. “No
hay tierra menos conocida ni más calumniada que Galicia”, dice en
suViagem na Espanha (1923) Anselmo de Andrade. He vuelto a La Biblia
en España, de George Borrow, una deliciosa obra, y allí se recoge
una interesante conversación en una fonda de Lugo. Un viajero
exclama apesadumbrado: “¡Ay, Dios mío! A bonita tierra hemos
venido a parar”. Todavía me deja meditabundo la respuesta de
Borrow: “No veo por qué les parece a ustedes tan malo un país que
por su naturaleza es el más rico y abundante de toda España. Cierto
que la generalidad de los habitantes está en la miseria; pero la
culpa es suya, no de la tierra”.
La imagen es lejana. El gallego, la generalidad, ya no vive en la
miseria. Pero tengo la sensación de que, en general, el gallego
compartió siempre esa punzante contradicción formulada por aquel
curioso vendedor de biblias. Galicia nunca fue pobre. La gente, sí.
Pero, ¿la culpa? Habría que preguntárselo a Arsenio.
Hay una cosa
muy importante que también llegó por mar, en un barco inglés: el
primer balón de fútbol. Es un planeta en miniatura. El fútbol
fascina porque es una guerra simbólica. Es el gran deporte mundial.
He comprobado que a Galicia se le conoce mucho más en el mundo desde
que el Deportivo de A Coruña hizo unas cuantas gestas importantes y
juega en la Liga de Campeones. La vida es así. Para crear una
identidad hay gente que tiene que escribir una enciclopedia de 50
tomos durante 50 años. El fútbol, en cambio, te crea una identidad
en una tarde de gloria, de una patada virtuosa. Arsenio, que ahora
entrena a niños, fue un hombre que invirtió algunos prejuicios en
simpatía. Lo que muchos spin doctors saben sobre Galicia se
resume en dos ideas: una, los percebes saben a Dios, y dos, si
encuentras a un gallego en mitad de la escalera no se sabe si sube o
si baja. Arsenio hizo saber, de forma entrañable, que una cosa es
coger los percebes del plato, y otra, muy distinta, del mar, y que,
por una escalera, a veces se baja cuando se cree estar subiendo.
El gallego es
ciclotímico. Tiene momentos de euforia y de disforia. Comparable con
el guerrero celta, del que se dijo que era tan bravo en la acometida
como propenso al desaliento. Ésa es una conclusión a la que llegó
Vicente Risco, pionero de la etnografía, después de escribir miles
de páginas sobre el carácter gallego, y pocas, lástima, sobre sí
mismo. Pero creo que es una conclusión que vale para todo el mundo,
tanto para los celtas como para los ciclistas. En Galicia hubo buenos
ciclistas. Por ejemplo, Delio Rodríguez, Álvaro Pino, que llegaron
a la cima, y Raúl Rey, que siempre llegaba de último, lo que es
complicadísimo. Te hablaba de Vicente Risco. Era un gran erudito.
Sabía más que nadie sobre el demonio. Pero cuando se le presentó
delante no lo supo ver. Se sumó al fascismo español y escribió
algunos disparates sobre las razas que él mismo después procuró
olvidar.
Galicia es
morriña. Tengo morriña, tengo saudade. Es una palabra que
exportamos. Que aparece en otros diccionarios. En el de la Real
Academia Española. En el Collins inglés. Es una palabra que te
regalo, para que difundas en tu planeta, pero adminístrala con
prudencia. Morriña significa extrañar algo, nostalgia, melancolía.
Está asociada a una historia de dolor, de pérdida, de emigración.
Yo escuché, en algún centro de emigrantes, en la noche invernal de
Suiza, alguna balada de morriña que hacía trabajar a cien el
corazón. Como la saudade en el fado portugués o la morna
caboverdiana. El gran baladista gallego fue Pucho Boedo, con su grupo
Os Tamara, que recorrió los salones húmedos de los bailes de
emigrantes.
Pero ten
cuidado con la morriña. Le ha colgado al gallego un sambenito de
pueblo triste. Y además es un comodín que lo mismo sirve para un
discurso electoral que para un dolor de muelas.
Pucho Boedo
es uno de los héroes secretos de Galicia, querido como la voz de un
pueblo. En la guerra española, que empezó en 1936 y se prolongó en
una larga dictadura, a Pucho le asesinaron a sus mayores, y el niño
se puso a cantar como un petirrojo. En el arrabaldo coruñés, la
gente suspendía las labores cuando él pasaba cantando. Y ya no paró
hasta la muerte. Hoy es un tipo venerado. Sus casetes son música
barata, de la que se vende en gasolineras y ferias. Los jóvenes
músicos llevan flores a su estatua.
Ahora que lo
pienso, hay muchos héroes en la memoria sentimental del pueblo que
no figuran en los libros. Déjame citarte algunos. Está Foucellas,
un maquis convertido en leyenda, muy galán, que asistía a los
partidos de fútbol de Riazor disfrazado de cura. Lo cazaron
afeitándose en el espejo de un río y lo condenaron a morir por
garrote. La prensa destacó, no sé si en honor al reo, que se había
traído para la ocasión al “mejor verdugo”. Está Ramón
Sampedro, un marinero que se quedó tetrapléjico y que conmovió al
mundo ejerciendo ante una cámara de vídeo lo que los tribunales le
habían negado: el derecho a morir dignamente. Otro héroe es Chichi
Campos. Se murió joven. Un despido totalmente improcedente, porque
Chichi Campos era el humorista gráfico de nuestro tiempo. Un humor
crítico, heterodoxo y sutil. La vanguardia irónica. Contra el
complejo de inferioridad, Chichi publica una parodia de anuncio
publicitario: “En Suiza existe una clínica ultramoderna que te
opera de gallego por 10.000 duros”.
La fórmula
de un presunto carácter gallego sería H + M = I (humor más
morriña, o melancolía, igual a ironía). Melancólicos somos todos,
pero lo que de verdad tiene prestigio en Galicia es el humor.
Déjame que
te cuente otra historia. Aparece en Contos da Coruña, de Xurxo
Souto. Ocurre durante un recital del grupo La Flor de la Poesía. El
público escucha con emoción el poema de un vate que tiene por tema
la desesperación de un amante no correspondido. Despechado, decide
poner fin a su vida y se arroja al asfalto desde un quinto piso. En
el límite del patetismo, el rapsoda termina: “Y el reloj en su
muñeca / latía todavía”. Entonces, de entre el público surge
una voz: “¡Manda carallo! / Y ¿de qué marca sería?”. Era la
voz del gran pintor del surrealismo marino Lugrís Freire, quien un
día tuvo la osadía de subirse a un barril en el puerto, en tiempos
de la dictadura, y arengar a la muchedumbre que despedía a los
emigrantes embarcados en el Auriga hacia Venezuela: “¡Madres y
esposas gallegas que me escucháis! No lloréis a vuestros hijos y
esposos que se van, pues aún nos queda el Caudillo”.
Franco, el
dictador, era gallego. También lo eran Pablo Iglesias, el fundador
del socialismo español, y Ricardo Mella, del anarquismo. Según una
encuesta, para los gallegos de hoy el personaje gallego más popular
del siglo XX fue Castelao.
Hay dos
grandes revoluciones en la historia de la mirada gallega. Rosalía de
Castro encarna la melancolía, pero es una melancolía activa,
rebelde contra el estado de cosas. Denuncia “a los que sin razón
ni conocimiento nos desprecian”. El gallego es el negro de España.
Castelao, el padre fundador de la nación gallega, aquel hombre tan
popular muerto en el exilio, era un humorista. Es más cosas. Pero
rompe el círculo minoritario de la cultura galleguista gracias al
humor. Cada viñeta en prensa, cada estampa del álbum Nós, equivale
a un fogonazo de verdad e ironía que todavía emite luz, tantos años
después.
El caciquismo
no es un producto típico de Galicia, como algunos piensan, pero
arraigó por culpa del jamón. Ahora se habla mucho de los líderes
de opinión. El cacique era líder de opinión y del jamón. Un
poderoso parásito del hombre y del cerdo, que respondía en sus
actos al principio formulado por Leck: “El conocimiento de las
leyes no exime de su cumplimiento; su conocimiento, sí”. La cabaña
porcina se ha incrementado mucho en Galicia, pero el caciquismo ha
tenido que metamorfosearse para conservar el poder. Hay un
poscaciquismo en el que el valor del voto ha desplazado al jamón, y
hay que ganárselo. Galicia ya no es abstencionista. En general, el
comportamiento político de los gallegos no difiere mucho del resto
de Europa. La forma en que se ejercer el poder, sí. El veterano
presidente fue ministro radiactivo de la dictadura, y eso se nota. Ha
cocido un menú populista con muchos ingredientes típicos. La
elección es democrática, pero la realidad, intimidatoria.
Galicia
envejece. Castelao decía: “El gallego no protesta, emigra”.
Ahora diría: “El gallego no protesta, no nace”. El índice de
natalidad figura entre los más bajos del mundo. El rasgo electoral
más específico es que la tendencia aparece muy ligada a la edad. No
es la pertenencia al mundo rural o urbano. La mayoría de los mayores
son conservadores. Y la mayoría de los jóvenes son reformadores. En
el campo y en la ciudad. Ocurre que la mayoría son los mayores. A un
alcalde conservador le hicieron notar que había perdido votos en su
municipio. Y él respondió con naturalidad: “No perdí votos, se
me murieron”.
La catedral
de Santiago, que es la gran joya de Galicia, fue tasada por el
catastro en 6.000 millones de pesetas. Se consideró una ofensa. Y no
me extraña. ¿Vale el Pórtico de la Gloria menos que el contrato
anual de un futbolista? Y eso sin contar el Botafumeiro.
Los
economistas distinguen entre rendimiento y riqueza, entre cuenta de
resultados y activos. Y afirman que el rendimiento, la producción,
en Galicia no se corresponde con la riqueza, con los activos. Que
Galicia vale más de lo que parece, como le ocurre a la catedral con
los del catastro. Comparándola con situaciones similares en Europa,
Galicia está estacanda. La poesía lo expresa mejor que muchos
informes: “Un paso adelante y otro atrás, Galicia”. Se mira con
un ojo a Irlanda y con otro al norte de Portugal. Se han desarrollado
más. Como en los pasos de la danza tradicional, Galicia se mueve en
progresión retardada. Pero hay que ser optimista. Hay abundante
agua, el bien más escaso del planeta. Y hay buen vino.
La cosecha de
este año será excelente. Los vinos gallegos han mejorado mucho. Los
blancos albariño de las Rías Baixas, godello de Valdeorras o
Ribeiro figuran entre los mejores amigos del ser humano. Son
imaginativos. Y Álvaro Cunqueiro aconsejaba que, además de
catarlos, había que oírlos: en unos se escucha el mar, y en otros,
el brincar de las truchas en el atardecer del río.
Hay más
milagros, donde Galicia rompe el estigma de periferia. De las dos
empresas que más facturan en Galicia, una es una multinacional
francesa que fabrica coches (Citroën, en Vigo) y la otra es una
multinacional de cuna gallega que fabrica ropa (Zara-Inditex).
Amancio Ortega, el fundador, que aparece en la lista de hombres más
ricos del mundo, comenzó su carrera textil pedaleando una bicicleta
como repartidor de una camisería coruñesa. Todo nació en un
pequeño taller de costura. Ortega es la pura intuición, y su caso
se estudia en las universidades de todo el mundo. Pero el milagro de
Zara tiene otro secreto, que no sé si lo explican en los masters.
Las costureras gallegas. Zara encontró la base en miles de mujeres
cualificadas. Las campesinas sabían coser.
Los milagros
económicos, cuando se basan en el ingenio y en el trabajo, no son
milagros. Hay otros casos que demuestran que el problema del atraso
de Galicia ha sido culpa del mal gobierno. Pescanova y Zeltia.
Pescanova fue pionera en la venta de pescado congelado. Pero además
puso en marcha su propio sistema de diplomacia internacional, ante la
inoperancia de la administración. Por ejemplo, se adelantó en
reconocer a los independentistas de Mozambique y Namibia, y en
constituir formas de cooperación que no pasaran por la simple rapiña
de recursos. Zeltia, hoy una empresa puntera farmacéutica en el
mundo, empezó su andadura en la posguerra con un grupo de
investigación constituido por republicanos desplazados de la
docencia.
El gallego,
en quien creyó siempre fue en la vaca. El mundo no se vendría abajo
si la vaca estaba sana. La vaca, con su mirada pacifista, fue la que
conquistó a todas las oleadas de aliens que formaron Galicia. Ese
tótem protector se ha tambaleado por una peste causada por la
codicia. Y por la locura. La vaca carnívora. También en eso Galicia
está en el mundo. Si salva ese tótem será, de nuevo, gracias a la
“invencible resignación de la hierba”.
Hay otras
tres cosas, tres fetiches que me gustaría enviarte. Son muy antiguos
y muy futuristas a la vez. Me darías la razón si los vieses. Un
amuleto de san Andrés de Teixido, una gaita y un pulpo.
Bueno, el
pulpo no es una cosa. Es una criatura del mar, con toda la pinta de
proceder de otro planeta, que el gallego convirtió en delicatessen.
El marisco, emblema de la gastronomía gallega, nace de un principio:
todo ser extraño es susceptible de ser comestible. Cuanto más raro,
más rico. No hay nada en el mundo que odie más el gallego que el
pasar hambre. Disfruta comiendo, y sobre todo invitando a comer. Si
el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional estuviesen en
manos de gallegos seguirían mandando las multinacionales, pero ten
por seguro que nadie se moriría de hambre en el mundo.
Cuando las
hambrunas de 1850, coetáneas con las de Irlanda, por la peste de la
patata, y el largo periodo de hambre de la posguerra española, que
impulsaron grandes migraciones, la gallega juró, como Escarlata
O’Hara en Lo que el viento se llevó, que nunca, nunca jamás ella
y los suyos pasarían hambre. Y lo cumplió.
Un sueño
gallego es criar en las rías la mayoría de los peces que consume.
Pronto sería posible si evitase la contaminación. En los últimos
años se han multiplicado las granjas marinas. Y sería bueno que los
pescadores encontrasen un futuro en tierra sin apostar la cabeza, a
veces en semiesclavitud, donde ya nadie se la juega.
El amuleto de
san Andrés de Teixido, figurillas de pan duro tintadas con colores
vivísimos, es un símbolo del animismo latente en el cristianismo
gallego.
La mayoría
de Galicia se confiesa católica. Las instituciones autonómicas,
como parte del estado español, son aconfesionales, es decir, más
católicas. Si el veterano presidente imprimiese papel moneda,
rezaría como en los billetes de dólar: “We trust in God. Y
punto”.
El primer
sermón dirigido especialmente a los gallegos, De corretione
rusticorum, fue para amonestarles por creer que las fuentes, los
árboles y las piedras hablaban. Siglos después vino Rosalía de
Castro con sus poemas, y volvieron a hablar las fuentes, los árboles
y las piedras.
En cada lugar
de culto pagano se alzó una ermita, un templo, un cruceiro o un peto
de ánimas. Yo creo que el gallego se hizo cristiano por el gusto de
hacer iglesias. Se ha dicho que los canteros gallegos hicieron
románico con el granito como hacían hilos de seda los gusanos de
las moreras. La más hermosa arquitectura de Galicia. Miles de
templos que fueron de piedra policromada y hoy tienen el verde y oro
que pinta la lluvia. De Galicia podemos decir lo que un personaje de
un relato de Marcial Suárez sobre Allariz: “No hay en el mundo
lugar con más iglesias por católico cuadrado”.
La
religiosidad gallega la protagonizan los santos. Y los santos tienen
que ser productivos. Uno de los santos más queridos es el Santo dos
Croques de la catedral de Santiago: era el mestre Mateo, el
arquitecto. Según cuenta Quico Cadaval, un sacerdote, harto de que
se confundiese la jerarquía, quiso dejar claro que en el vértice de
todo estaba Dios. Y dijo en la homilía: “¡Ya está bien de tanto
san Antón, san Antoniño! San Antón, al lado de Dios, es un
mindundi”.
Con una gaita
arrasarías en tu planeta. Fíjate en la forma. Te hablo de la gaita
de verdad, la que hay que tocar con todo el cuerpo. Es un instrumento
galáctico.
El gaitero es
el verdadero héroe popular en la tradición gallega. Lo es también
en la modernidad. Sobre todo si es gaitera. Como Susana Seivane,
Cristina Pato y Mercedes Peón.
Al gaitero de
Ventosela, una de las leyendas, fueron a recibirle miles de personas
cuando volvió de una gira por América. Bajó del barco. En un
hombro traía la gaita; en el otro, muy pinturero, un loro. En
Galicia hay 50.000 gaiteros. Cansados de tener miedo, en el último
terremoto, en Triacastela, salió un gaitero y la gente pasó la
noche bailando.
La gaita se
ha subido a todos los escenarios, adaptado a todos los estilos. Es un
buen símbolo de una fecunda reinvención cultural. Milladoiro,
Carlos Núñez, Budiño, Luar na Lubre o Berrogueto son hitos en la
proyección internacional de la música gallega. Pero la última
revolución que rompe moldes en la llamada música étnica es el Isué
de Mercedes Peón.
Intentaré
que te lleguen por radioastronomía otros muchos estilos, desde
elfolk hasta el rap de Pinto de Herbón y Marisol Manfurada o el
hip-hop de Jarbanzo Negro o Cinco Talegos, pasando por el mix
inclasificable de A caricia da serpe, de Lino Braxe. Galicia es
música. Se dice que los gallegos son insolidarios, pero lo primero
que hace un gallego, sea donde sea, es intentar montar un grupo,
aunque sea de flamenco.
La i del
alfabeto gallego es de ironía, pero también de imaginación. Como
referentes fundamentales en los últimos años, la nación Reixa y el
movimiento bravú, que dio lugar a un rock indómito, pero que se
ramifica en todos los ámbitos creativos. Una buena forma de
aterrizar en ese planeta es el portal www.bravu.net. Otro genérico,
para ahondar en la cultura gallega, es www.vieiros.com. En
expresiones artísticas, la factoría más atrevida de Galicia,
totalmente autónoma, es la sala Nasa, en Santiago. Allí, como en
otros sótanos de la creación, late el espíritu libre y
carnavalesco que es ellogo de la cultura y el arte gallegos desde las
górgolas burlescas de los canteros y las poesías de escarnio de los
cancioneiros medievales.
En la
proyección Galicia 2010 se cifran muchas esperanzas en la llamada
industria de la cultura y el entretenimiento. Las factorías de la
imaginación están conjurando el estigma de la periferia y el
provincianismo. La literatura gallega ha tenido grandes escritores,
pero ahora también tiene un público. Existe una industria
audiovisual, que produce para televisión, pero que ya se aventura en
el cine. A Galicia le hace falta cine. Verse en el cine, con sus
vaqueros y sus gánsteres anfibios.
Galicia no es
taurina. En el inconsciente gallego sigue vigente el comentario de
Castelao ante un cartel taurino: “¡Lástima de bueyes!”. Hubo un
torero gallego que era cojo, Celita, y otro un poco indeciso,
Caramés, al que le cantaban en A Coruña: “Sal a torear, Caramés,
/ no seas torero de otoño, / mira que te están mirando / las
chavalas de Vioño”.
Galicia es
televisión, como todo el mundo. El gallego se pasa una media de tres
horas ante la televisión. Gracias a la televisión hay tresillo en
casi todas las casas. La televisión gallega no es peor que las
otras, aunque hay demasiadas interrupciones publicitarias del
veterano presidente. Pero también salen Bogart e Ingrid hablando
gallego en Casablanca. Y eso puede salvar una lengua.
Dicen que en
un plazo corto desaparecerá el 60% de las 8.000 lenguas que se
hablan en el mundo. El gallego no estará entre ellas. Sobrevivirá
bien. Tiene también “la invencible resignación de la hierba”.
La iniciativa más importante de los últimos años para promocionar
el gallego no ha surgido de la Administración, sino en la Red, de
forma independiente, sin apoyo oficial alguno y coordinada desde
Buenos Aires por un informático argentino, Roberto Abalde,
descendiente de gallegos. El Grupo Galego 21 es un modelo fascinante.
Una especie de ONG de la lengua gallega, con gente colaborando en
todo el mundo, desde casa o desde cibercafés. Han desarrollado,
entre otros logros, el Proyecto Rianxo (un traductor
castellano-gallego para Internet), una Biblioteca Virtual Galega y un
servidor educativo llamado Lapis de cores. Si mejora la educación,
un niño escolarizado en Galicia podrá manejarse bien en al menos
tres lenguas: el gallego, el castellano y el inglés. Y descubrirá
que la suya le permitirá entenderse bien en Portugal, Brasil,
Mozambique o Timor Este.
La historia
de Galicia no se puede confundir con la del galleguismo, y menos con
la del nacionalismo. Pero sin ese movimiento, Galicia continuaría
tras el río del olvido. Los ilustrados galleguistas empezaron bien.
Las Irmandades da Fala definieron así el país: “Galicia, célula
de universalidad”.
Quizá no sea
casualidad del todo que tengan origen gallego dos de las figuras que
mejor encarnan una mundialización alternativa: Ignacio Ramonet,
director de Le Monde Diplomatique, y el cantante Manu Chao.
En Galicia
hay un sentimiento fuerte de identidad, pero no excluyente. El
independentismo es muy minoritario. Cuando es nacionalista, el
gallego prefiere un nacionalismo tranquilo. El 55% de los gallegos se
siente tan gallego como español; un 27%, más gallego que español,
y un 7,8%, únicamente gallego. Supongo que hay días. Yo a veces me
siento de Nueva Zelanda, en los antípodas, como Manuel Novoa, un
gallego que vive entre ciervos al pie del monte Cook.
¡El tiempo!
Lo primero que hace un gallego al levantarse es buscar una vista al
cielo. Hay gente que hace veinte flexiones, que se preocupa por la
cotización del yen, que se santigua o que se toma un prozac. El
gallego, no. Antes que nada, elabora su parte meteorológico. Creo
que es el único lugar de España donde la transmisión en directo
del paisaje celeste alcanzaría el máximo nivel de audiencia y
competiría con Crónicas marcianas. “Atención, señores,
¡conectamos con un vendaval en Ortegal! ¡Ahora, un chaparrón en
Escairón! ¡Magnífico orballo en Carballo! ¡Cuando llueve y
calienta el sol anda el demonio por Ferrol! ¡El valle de Fragoso,
muy luminoso; el de Miñor, mucho mejor, y el del Rosal, no tiene
igual!”. El gallego permanecería hipnotizado ante la pantalla,
murmurando como Baudelaire: “¡Ah, las nubes! ¡Las maravillosas
nubes!”.
La impresión
general fuera de Galicia es que Galicia es lluvia. Lamentablemente,
sólo llueve una media de 150 días al año.
“Isto non é
Hawai, nin falta que fai!”, cantaba Johny Rotring, de Radio Océano,
abanderado de la movida atlántica. Fai un sol de carallo fue la
memorable canción de antiverano de la Galicia Caníbal de Antón
Reixa. “Al llegar el fin, que la vida nos dé un rayo de sol como
último sacramento natural”, escribe Antonio Tovar Bobillo, que se
define como “ateo solitario” en un asombroso Diario íntimo dun
vello revoltado (Diario íntimo de un viejo rebelde).
La ciencia
dice: “Dentro del dominio atlántico, el clima gallego presenta
rasgos diferenciales que le asemejan a climas atlánticos
subtropicales”. Eso es. Entre los fiordos y Bora-Bora. El paraguas
como antena paranoica. El clima como metáfora. La vida como un
fenómeno atmosférico.
Un gran
pintor, Pablo Picasso, que vivió dos años de su infancia en A
Coruña, se llevó como recuerdo el viento. Hay una psicología de
los vientos. Los vientos tienen nombre. El más peligroso es el que
los pescadores llaman el viento de las viudas. Víctor Omgá, un
joven de Camerún que acaba de publicar en gallego su odisea de
inmigrante, As calexas do medo (Los callejones del miedo), aprecia el
repique de la lluvia que le acompañó en la soledad de tres años
clandestino. A un compatriota suyo, maravillado por la nieve, le pasó
por la cabeza enviar un puñado por correo.
La niebla,
oficialmente, reside en Londres. Pero un londinense de cuna, filólogo
y traductor del gallego al inglés, Jonathan Dunne, dice que la
primera vez que vio la niebla de verdad fue al apearse de un tren en
Lugo. Se sintió en un planeta extraño. Hasta que un día, en una
cafetería, se fijó en un anciano que, a su vez, contemplaba la
lluvia por el ventanal. Llovía y llovía desde hacía rato. En un
momento determinado, el viejo se volvió y le dijo: “¿Qué? Parece
que llueve”.
Manuel Rivas.
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