miércoles, 20 de septiembre de 2017

GUANAHANÍ.



Cae de rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose porque lleva más de un mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada derriba unos ramajes.

Después, alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los nombres de Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Escobedo, hombre de letra lenta, levanta el acta.

Todo pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas, las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos y estos hombres de piel de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero y que contemplan, aturdidos, la escena.

Luis de Torres traduce al hebreo las preguntas de Cristóbal Colón:

—¿Conocéis vosotros el Reino del Gran Kahn? ¿De dónde viene el oro que lleváis colgado de las narices y las orejas?

Los hombres desnudos lo miran, boquiabiertos, y el intérprete prueba suerte con el idioma caldeo, que algo conoce:

—¿Oro? ¿Templos? ¿Palacios? ¿Rey de reyes? ¿Oro?

Y luego intenta la lengua arábiga, lo poco que sabe:

—¿Japón? ¿China? ¿Oro?

El intérprete se disculpa ante Colón en la lengua de Castilla.

Colón maldice en genovés, y arroja al suelo sus cartas credenciales, escritas en latín y dirigidas al Gran Kahn. Los hombres desnudos asisten a la cólera del forastero de pelo rojo y piel cruda, que viste capa de terciopelo y ropas de mucho lucimiento.

Pronto se correrá la voz por las islas:

—¡Vengan a ver a los hombres que llegaron del cielo! ¡Tráiganles de comer y de beber!

Eduardo Galeano.
Memoria del Fuego. Los Nacimientos. 

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